Este reportaje lo realicé hace tres años. Por su interés lo recupero. Una bonita historia de quien ha vivido más de 60 años en la caldera. Desde niño.
Agustín Hernández no sabe la cara que tiene Zapatero pues no ha tenido nunca televisión, sabe que en la capital, Las Palmas, hay un lugar que se llama El Corte Inglés, “con muchas cosas dentro”, y jamás ha visto el edificio del Hospital Doctor Negrín. Todo eso, viviendo a diez minutos de Las Palmas de Gran Canaria, pero en otro mundo. ¡Se imagina alguien que hoy, en el siglo XXI, en la era de las comunicaciones, donde lo complicado es sortear la saturación de información que nos llega por las vías más insospechadas, una persona viva en el fondo de una caldera, aislada, sin más compañía que tres perros, un burro, un gato y una radio de pilas?. Así vive Agustín Hernández. Sin televisión, sin saber como es la cara de Zapatero, “pero, eso sí, conozco su voz”, sin saber nada de un mundo externo que ni conoce ni quiere conocer.
Sabe que en la capital de su isla, Las Palmas de Gran Canaria, hay un lugar que se llama El Corte Inglés – “me han dicho que tienen muchas cosas dentro, no sé…”- y que hay un Hospital, el Doctor Negrín -“me han dicho que es bonito”. Pedazo de personaje este hombre que detesta a los curiosos casi en la misma medida que a los periodistas: “Una vez bajó uno por aquí y ni saludó. Nada, me dije, déjalo Agustín que ya se acercará … Más tarde me dijo si podía hacerme una foto para el periódico.
Le dije: usted es un malcriado, a la gente hay que saludarla. Y no me dejé hacer nada. Ni le hablé. Me metí en mi casa y cerré la puerta”. Ése es Agustín. “Pero bueno, ustedes han tenido suerte; me han cogido de buena tiempla, que si no…”
Éste fue el recibimiento que nos hizo Agustín Hernández, el hombre que nació en el 1927 y que con 11 años junto a sus padres y sus siete hermanos se trasladó desde Telde, donde ha nacido, a la Caldera de Bandama para cuidar las cultivos que entonces había en el fondo de la Caldera a cambio de comida para la familia y poco más. Eran tiempos muy duros y con familia numerosa, una tragedia.
Sorpresa. Pero seamos claros; el mérito de su cordialidad no es nuestro, porque siendo cierto que el hombre tiene fama de hombre huraño, de difícil carácter, el día que bajamos Agustín se llevó una sorpresa agradable. Olga Espino, la mujer que durante muchos años tuvo la tienda de souvenir situada en el Pico de Bandama, tenía decidido bajar y visitar a Agustín y nos invitó a acompañarle. Pero su relación amistosa no deja de ser curiosa porque se gestó a lo largo de los años, cuando Olga desde la tienda del pico de Bandama y él desde el fondo de la Caldera sabían los movimientos de cada cual. “Por ejemplo, yo sabía cuándo ella cerraba la tienda porque desde aquí abajo”, el fondo de la Caldera, “veía el porche cerrado”, cuenta él sin prisa en la puerta de su desvencijada vivienda.
“Y yo”, explica ella, “cuando le hablaba a los turistas de la persona que vivía en el fondo de la Caldera, la que cuidaba tan bien las tierras, les contaba algunos detalles de su forma de vivir y les parecía un personaje atractivo y misterioso. Además, cuando yo sabía que alguien pensaba bajar al fondo de cráter, le mandaba unas magdalenas a mi amigo Agustín con una tarjetita que o leía él o el portador le explicaba el contenido. Así muchos años. Fíjate que la primer vez que yo bajé a verle estaba embarazada de mi hija…”
Ha pasado mucho tiempo y Agustín lo recuerda. Hacía pues tres años ya que no se veían, así que aprovechamos para hacer la caminata juntos y hablar con un personaje único, porque único es quien ha sido capaz de vivir exactamente 69 años en el cráter de Bandama, cuidando el entorno y en cierta manera sintiendo que el mismo le pertenece. Sentimentalmente no hay duda. La casa en la que vive Agustín no reúne las mejores condiciones y dentro mismo de la vivienda hay una habitación a medio construir; una cama, una cocina en la que alguien colocó hace veinte o treinta años productos enlatados cuyas firmas ya no están ni en el mercado, y platos y calderos que, eso sí, tiene muy cuidados. Ofrece naranjas, plátanos y cuenta que está vivo de milagro porque hace unos años “ahí”, señala la cocina, “ cayó una piedra tremenda que rompió el techo y que si me coge debajo me deja tieso. Pero no. Tuve suerte ¡bicho malo nunca muere!”, dice riendo.
El hoyo 19. El burro que le acompaña y con el que Agustín bromea “canta feliz cuando alguien pasa por la vereda de su cuadra”, dice él… Cuentan que otro burro que tuvo hace años fue objeto de polémica porque al parecer el pobre animal no estaba bien cuidado. Él se defiende: “No, eso fue gente que quiso meter bulla. Lo que pasó es que se hizo una herida en una pata y cómo el no dejaba de lamérsela no se le cerraba y la cosa se puso fea. ¿Que si yo no lo quería?, pues le diré, para que lo ponga en el periódico, que como ya estaba viejo y yo no quería sacrificarlo lo regalé. Ahora tengo éste, ¡mire qué lindo”.
La vida de Agustín es de película. Desde hace unos años ha decidido ir a dormir cada día a la casa de su hermana, que vive en la carretera, porque “dice que un día me puede dar algo, pero, eso sí, a las seis de la mañana, con el oscuro, bajo otra vez”. Al fondo de la Caldera van a parar pelotas incontroladas que se escapan del campo de golf y tiene decenas y decenas que exhibe. “Dicen que el último hoyo de ese juego es el 18, ¿no?, pues bueno, la Caldera es el 19 porque aquí caen pelotas a cada rato”.
Una de las cosas que hay que agradecerle al amigo Agustín es el cuidado que presta a la flora de la Caldera y su vigilancia para que los visitantes, la mayoría senderistas, no dejen restos de comida ni estropeen las ya escasas plantaciones. La casa en la que habita hace 70 años es del Cabildo de Gran Canaria, así que los suyos saben que cuando la abandone no podrán reclamar nada. Cuando ya caminamos rumbo a la ladera que nos guiará a la salida le pregunto que pasará si se pone malito y no tiene medios para pedir ayuda. “Nada, me muero. De la última no se escapa nadie, ¿no ha visto usted a gente que se muere delante mismo del médico?, pues eso”, asegura en su soledad.
Marisol Ayala
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