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OPINIÓN | Hablándole al ombligo | Francisco Pomares

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Cada vez acude menos gente a votar. El desinterés por la democracia, el cansancio ante lo institucional, cuando no un abierto rechazo a todo lo que huela a política, se ha convertido en una constante en las sociedades más ricas. A pesar de sentirse concernidas por lo que ocurre, las élites prefieren obviar ese rechazo social a participar de lo público. Analistas y politólogos se devanan los sesos para interpretar las causas de la desafección, de la enorme grieta que se ha abierto en los últimos años entre los dirigentes y el común cuyos intereses administran.

Son probablemente muchas y muy distintas las causas de esta descreencia en la democracia, de este desapego y desprecio a la participación política por parte de muchísimos ciudadanos. Algunas tienen que ver con un fenómeno antiguo, manifestado ahora con más crudeza, que es la percepción por parte de la gente de que la política es un juego de poder y privilegios reservado a unos pocos, en el que lo que se decide afecta realmente poco a la mayoría. No es cierto: desde la creación misma de los primeros estados, la política y sus decisiones determinan cómo ninguna otra actividad humana la vida cotidiana de los gobernados. El destino de los recursos público, las políticas económicas y la fiscalidad afectan a la riqueza individual de las personas administradas y a la riqueza colectiva de las sociedades.

El poder establece límites, decide jerarquías, regula nuestra vida a través de las leyes y el gasto del presupuesto.

Siempre ha sido así, pero lo que nos ocurre ahora tiene que ver con una creciente pérdida de respeto al poder, consecuencia del cambio de aquella mentalidad obediente que aceptaba la importancia de las jerarquías, a esta de ahora que considera que todos somos iguales. La sociedad moderna nos ha hecho teóricamente iguales ante la ley, iguales en derechos y obligaciones, pero los individuos siguen siendo distintos. Un fontanero sabe de cañerías, pero no puede sustituir a un cardiólogo, ni un cardiólogo a una profesora de matemáticas, ni esta a una gerente de hotel. Somos distintos por formación, pero también por biología, porque pensamos y sentimos de forma diferente, porque deseamos futuros diversos para nosotros y nuestros hijos. Uno de los principales malentendidos de esta sociedad es considerar que la igualdad entre individuos es un valor y un derecho, cuando lo que es de valor y derecho es la igualdad de oportunidades. Esa confusión conduce también en la dirección contraria: identifica los derechos colectivos con el derecho particular e individual a la diferencia. Cada vez se legisla más  estableciendo derechos específicos para grupos particulares, cuando la verdadera utilidad de la ley es garantizar las mismas oportunidades y derechos para todos.

Y luego está el lenguaje, que ha renunciado a su principal función -hacer que la gente se entienda- para convertirse en pura superestructura ideológica, un galimatías que cada vez es más hermético e ininteligible para la mayoría. Es precisamente el lenguaje el que realmente está destruyendo la democracia: las élites han renunciado al discurso  comprensible, que  permita hablar de las preocupaciones sociales, que sea vehículo para la pedagogía y la comprensión y no para definir e identificar al que habla. La política usa un latín para iniciados, con conceptos y preceptos nuevos y a veces incomprensibles que suscriben los políticos, los comunicadores, los académicos… La forma de hablar supone una frontera entre la gente. Pero también lo que se dice: ideas sobre la economía y el pacto social, sobre el género, la emigración, la ecología, la identidad… ideas que las élites hacen suyas como una demostración de acatamiento a la cultura de lo políticamente correcto, pero que son completamente ajenas al sentir de millones de ciudadanos que ni entienden ese idioma de curas, ni las ideas que expresa. El lenguaje pedante y anodino de la democracia actual se ha convertido en el mejor aliado de los nuevos populismos -a veces puro totalitarismo blanqueado- que dicen a la gente no solo lo que la mayoría piensa, sino en un idioma que se entiende. El populismo nos habla con rotundidad de la mentira, la violencia, la pobreza y el desprecio al compromiso que define a nuestras élites instaladas.

La democracia está en peligro (lo hemos visto en media Europa y en EEUU con Trump), sitiada por populismos de todo color y pelaje, y muy entretenida hablándole a su propio ombligo.

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