FIRMAS Francisco Pomares

OPINIÓN | La escalada | Francisco Pomares

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Mientras Sus Señorías se entretenían en el Congreso y los periodistas comentábamos con alborozo sus intervenciones más cómicas, el INE nos daba un bañito de realidad: el IPC del mes de junio subió casi un dos por ciento en relación con el de mayo, y disparó la tasa interanual hasta el 10,2 por ciento. No sabría decir si la que se nos viene encima acongoja a acojona, pero sí que el país anda con los congojos en la misma garganta. Las llamadas políticas antiinflacionistas de este heterodoxo y cambiante gobierno, basadas no en gastar menos, sino en gastar más, no han logrado siquiera reducir unas centésimas el crecimiento del IPC. Todo lo contrario: la inflación ha escalado a su nivel más alto desde hace 38 años, con una subida en el mes de junio que no se repetía desde 1977, hace casi medio siglo.

Por supuesto, aquí nadie se hace responsable de la situación ni asume culpabilidad alguna en lo que está pasando. La culpa es exclusivamente de Putin y su guerra de Ucrania, y eso a pesar de que la inflación interanual se situara antes de que un solo tanque ruso cruzara las fronteras ucranianas, en un 7,6 por ciento, una cifra que da que pensar. Por supuesto, es más fácil endosarle la culpa a la guerra que admitir que si metes en circulación centenares de miles de millones fabricados dándole sin mesura a la maquinita de hacer pasta, al final alguien pagará los platos rotos.

La economía es una ciencia forense: necesita tener al muerto delante para decir de qué ha muerto, y a veces ni así. Por eso, a pesar de lo obvio que resulta, es difícil predicar a toro pasado que el mundo occidental asumió los riesgos de pagar más tarde lo que no quería pagarse antes. Suele ocurrir: una de las características de la democracia moderna es que los políticos tienden a retrasar cualquier decisión conflictiva, y proyectan los sufrimientos al futuro, quizá en la expectativa de que cuando llegue el futuro serán otros los que paguen los platos rotos. O si no son otros, se habrá ganado tiempo –y acumulado trienios- usufructuando el poder. La democracia se lleva mal con la contención del gasto, y peor aún con la verdad. Es el precio que tiene que pagar por ser el peor sistema de gobierno del mundo, si se quitan todos los demás.

Las mayores crisis inflacionistas de la historia o han sido fruto del latrocinio puro y duro de los gobernantes (empezaron los césares romanos, reduciendo la plata de la ley de las monedas, y se cargaron el imperio), o se han producido en situaciones de democracia. Y más de alguna vez han acabo con repúblicas y gobiernos del pueblo. Las democracias lo tienes complicado para frenar la inflación: entre 1921 y 1923 el cambio del marco alemán pasó de sesenta marcos por un dólar a un millón de marcos por un dólar y provocó heridas tan contundentes y perdurables en la sociedad de Weimar, que aún la mayoría de alemanes y sus autoridades económicas sienten pavor ante los procesos inflacionarios. Cien años después, los alemanes aún no han olvidado la experiencia de la hiperinflación de entreguerras.

Alemania revive hoy esos miedos: soporta tasas inflacionarias desconocidas desde 1973, cuando la crisis del petróleo sacudió la economía planetaria. Ni siquiera tras la caída del muro tuvo que enfrentarse Alemania a subidas parecidas del índice de precios al consumo, que a finales del pasado mes de mayo rozaba el 8 por ciento, 8,7 con la tasa armonizada, casi un cuatro por ciento de inflación subyacente, que es la que se produce si no se contabilizan los combustibles y los alimentos. Con el cierre del aprovisionamiento energético, Alemania se enfrenta -además de a gravísimos problemas sociales y domésticos- a un batacazo en la producción, y a la temida estanflación, el efecto combinado de inflación alta y retrocesos del PIB. Con el motor de la economía alemana parado, toda Europa puede entrar en situación de colapso. Y además es obvio que se corre el riesgo de una radicalización de los países del Centro y Norte en la aplicación de políticas de contención a los gastos del Sur, una de las tradiciones más queridas de la Europa productiva.

Hay que andarse con mucho ojo, porque el grifo del que llevamos viviendo los últimos dos años está a punto de secarse.  Y después no habrá ya discursos, ni gestos, ni comedias que valgan.

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