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OPINIÓN | El hambre de nuevo | Francisco Pomares

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Vivimos en la cultura de la queja, asumimos el fracaso que nos toca sin dar valor a los éxitos que también se han producido en los últimos años. Hace tan sólo diez, había 160 millones más de personas que pasaban hambre de las que hay ahora. Y hace treinta, eran 250 millones más. Las cifras de personas subalimentadas en el mundo se redujeron casi a la mitad en el periodo de 35 años que va de 1990 a 2015, según los datos de la Organización de Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura.
Uno de los grandes éxitos de este siglo XXI ha sido la práctica desaparición del hambre como causa de mortandad en América Latina, en las regiones oriental y sudoriental de Asia, en el Cáucaso y Asia central, y en el África septentrional y occidental. Las lagunas de ese éxito, están en algunos territorios de Asia meridional, la parte norte de Oceanía, el Caribe y el África austral y oriental, donde la subalimentación sigue siendo endémica.
La revolución verde en los cultivos, una mejor logística de distribución y el crecimiento de la economía resultaron determinantes para acabar con las hambrunas cíclicas en los países en vías de desarrollo, pero en las zonas donde la agricultura minifundista sigue siendo la principal actividad, el progreso ha sido más lento.
Catástrofes naturales, guerras y crisis, con su correlato de migraciones y abandono de los plantíos, agravan la situación y mantienen la cuenta fatídica del hambre en el planeta en torno a 700 millones de personas subalimentadas. Una de cada diez. Entran en la cuenta millones de ciudadanos de naciones antaño ricas, como Venezuela, y millones de vecinos de las ciudades del tercer mundo.

Antes de que acabe este año el hambre provocada por la mayor catástrofe de las últimas décadas -la pandemia de la Covid-19- causará la muerte de más gente de la que ha fallecido por la propia enfermedad: hasta 12.000 seres humanos perderán la vida cada día, muchísimos de ellos niños. En su momento álgido, en abril, fallecían por la enfermedad diez mil personas diarias.

Un informe de Intermón Oxfam calcula en algo más de 120 millones las que se sumaran al ejército de los hambrientos a finales de 2020, como resultado del devastador impacto de la enfermedad y el colapso económico y social que ha provocado: desempleo masivo, caída de la producción, pérdida de redes de distribución de suministros, reducción de las ayudas humanitarias al tercer mundo, factores que se suman a la amenaza imparable del calentamiento global.

Mientras la mayor parte de los occidentales engordábamos plácidamente en nuestro confinamiento, y las ocho mayores empresas de alimentación del mundo repartían dividendos por 18.000 millones de dólares, el Gobierno de España entregaba a la FAO menos de 100.000 dólares, en un cínico ejercicio de incumplimiento de sus promesas. Nadie ha pedido cuentas por esa dejación criminal: la nuestra es una sociedad egoísta y ensimismada, entretenida en el chismorreo catódico, en lo virtual y las rebeldías de salón, que da escasa importancia a las cosas que de verdad importan.
Derrotar el hambre como causa directa de muerte en el planeta era uno de los objetivos declarados de esa generación que gateaba cuando el hombre pisó la Luna. Lo cierto es que estuvimos muy cerca. Ahora retrocederemos décadas.

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