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ENTREVISTA | Alain Finkielkraut: «La vergüenza de ser blanco ha suplantado la mala conciencia burguesa»

Alain Finkielkraut | Foto: cedida.
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EBFNoticias | elmanifiesto.com | El conocido filósofo francés ve en la actualidad posterior a la muerte de George Floyd el despliegue de un nuevo antirracismo que se preocupa menos de promover la igual dignidad de las personas que de deconstruir la hegemonía occidental en los propios países occidentales.

Las terribles imágenes de la muerte de George Floyd, asesinado por un policía blanco norteamericano, han dado la vuelta al mundo. La emoción legítima se ha transformado en un «frenesí mimético» que ya no tiene en cuenta la realidad, argumenta el filósofo, que advierte contra la importación de problemáticas norteamericanos a países como Francia, que tienen una historia muy diferente. La denuncia del «racismo sistémico» y de la violencia policial racista pasa por alto el hecho de que «en los llamados barrios populares, es la policía la que tiene miedo».

Alain Finkielkraut ve en el momento actual el despliegue de un nuevo antirracismo que se preocupa menos de promover la igual dignidad de las personas que de deconstruir la hegemonía occidental en los propios países occidentales. La noción de «privilegio blanco» es una forma de «auto-racismo» que perpetúa, bajo una nueva forma, la mala conciencia de la clase burguesa.

El homicidio de George Floyd por un policía americano, que fue filmado, ha provocado disturbios en todo Estados Unidos. En respuesta, Donald Trump ha anunciado su deseo de restaurar «la ley y el orden». ¿Qué le inspira esta América a fuego y sangre?

Lo que nos distingue de los hombres del pasado es que nos hemos convertido en espectadores. Vemos los acontecimientos que nuestros predecesores conocían a través de la narración oral o la lectura. Este «nosotros» ya no sufre ninguna excepción: dondequiera que vivamos, por la gracia de la pantalla, disponemos de un asiento en primera fila. La imagen de George Floyd metódicamente asfixiado por un policía de Minneapolis ha dado la vuelta al mundo y es insoportable. «No puedo respirar», jadeaba el hombre negro, suplicando, mientras su verdugo blanco, imperturbable y hasta arrogante, presionaba su rodilla contra la parte posterior de su cuello hasta la muerte. Entiendo a los americanos que salieron espontáneamente a las calles a expresar su asco, vergüenza y rabia. Pero también me hago esta pregunta: ¿la verdad sobre América se deduce por completo de esta imagen?

La emoción debe inspirar la reflexión, pero no puede prescindir del conocimiento. Porque hay cifras: según la base de datos del Washington Post, desde el 1 de enero de 2015, la policía ha matado al doble de blancos (2416) que de negros (1263). Por supuesto, como el periódico Libération señala con razón, la proporción se invierte completamente en proporción a la población: los negros representan el 13% de la población americana y los blancos el 76%. Pero en ese país, en el que la policía tiene el gatillo fácil porque las armas están por todas partes, no podemos hablar de un «racismo sistémico» o estructural en la policía. También hay una historia: la Guerra Civil, el movimiento de derechos civiles que abolió la segregación, la Acción Afirmativa en las universidades para establecer en la práctica la igualdad formal de derechos, la apología de las minorías por la corrección política, los dos mandatos en la Casa Blanca de Barack Obama.

Por último, hay otras imágenes: el alcalde afroamericano de Houston anunciando el funeral en su ciudad de George Floyd o el alcalde afroamericano de Atlanta increpando con vehemencia a los alborotadores que desacreditaban la protesta saqueando tiendas de ropa y equipos informáticos. Representantes negros electos dirigen ahora dos antiguos bastiones del segregacionismo. Los supremacistas son muy conscientes de este gran cambio: si hoy en día salen a la calle y gritan «No nos reemplazaréis», es porque temen que América se les escape y que tarde o temprano se convertirán en minoritarios. Estos temores forman el corazón del electorado de Donald Trump. Y Trump, en lugar de hablar a la nación en su conjunto, se dirige prioritariamente a ellos. Traiciona así su misión presidencial.

La cuestión racial sigue siendo la gran tragedia de la historia americana, pero no se resume en el asesinato de George Floyd.


La crisis en los Estados Unidos ha provocado en Francia un resurgimiento de la denuncia de violencia policial racista contra las minorías. ¿Nos debería preocuparnos la importación de problemáticas norteamericanas a Francia?

Los manifestantes en París y en la mayoría de las demás ciudades francesas, imbuidos de un verdadero frenesí mimético, enarbolan las mismas pancartas que en América: «I can’t breathe», «No Justice, no Peace», «Black Lives Matter». Es cierto que hay racistas en la policía y que deben ser severamente sancionados porque, con el poder que les confiere el uniforme, no dejan de acosar y causar daño. En este punto, el Ministro del Interior tiene razón: lo intolerable no puede ser tolerado.

Pero hay que tener mala fe para concluir que la policía de nuestro país ejerce un terror racista sobre las personas de origen inmigrante africano o magrebí. La realidad, en efecto, es muy diferente. En los llamados barrios populares, es la policía la que tiene miedo: son atraídos a emboscadas, son víctimas del fuego de mortero, de ataques con barras de hierro, de lanzamientos de piedras desde los tejados. Cuando en 2007, en Villiers-le-Bel, los «jóvenes» les dispararon con munición real, no devolvieron el fuego. Como resultado, decenas de policías resultaron heridos, por ninguno de los manifestantes. Atormentados por los disturbios de 2005 que asolaron el país, sus superiores les pidieron a los hombres sobre el terreno que hicieran todo lo posible para evitar un accidente o un error: hacerlo todo, es decir, no hacer nada contra los rodeos urbanos o los partidos de fútbol salvajes de las últimas semanas del confinamiento. Lo que caracteriza nuestra época no es la omnipresencia y omnipotencia del estado policial, sino la debilidad y resignación del Estado en lo que no es casualidad que se llamen los territorios perdidos de la República.

Y además, si hubiera racismo institucional, ¿gritarían los manifestantes «policías asesinos» ante las narices de las fuerzas del orden? Si el Estado fuera autoritario, o simplemente si aplicara sus leyes, ¿desfilarían los inmigrantes ilegales por París sin temor a ser detenidos, y mucho menos devueltos a su país de origen? Si no gozaran de total impunidad, ¿los raperos contarían cómo a Brigitte, la esposa de un policía, le están «reventando el cepo todos los jóvenes de la ciudad»?

La capacidad de los seres humanos para contarse historias y creer que son diferentes de lo que son es ilimitada. Bajo el efecto de un horrible asesinato en Minneapolis, Minnesota, entrevistamos con deferencia a un miembro del grupo La Rumeur, que en 2002 habló de «los centenares de nuestros hermanos asesinados por la policía sin que ninguno de los asesinos haya sido inquietado«, y llegamos a tomar al pie de la letra la desvergonzada declaración de la cantante Camélia Jordana: «Hay miles de personas que no se sienten seguras delante de un policía, y yo soy una de ellas. No hablo de los manifestantes, sino de los hombres y mujeres que van a trabajar todas las mañanas en los suburbios y son asesinados sin más motivo que el color de su piel«. Es cierto que ha habido violencia policial en 2019 en respuesta a la extrema violencia de algunos manifestantes. Pero, ¿contra quién se dirigían? ¿A quiénes han mutilado o herido? A los «chalecos amarillos», es decir, a franceses de origen francés, amablemente llamados «souchiens» por la portavoz de Indígenas de la República.

Usted escribió que el antirracismo sería el «comunismo del siglo XXI». ¿Explica esto por qué una gran parte de la intelligentsia se lanza hacia este nuevo opio?

A imagen de lo que sucede en Yale, Columbia o Berkeley, la civilización occidental está siendo atacada en la mayoría de las universidades del Viejo Continente. Los Dead White European Males son señalados. De ellos y de su cultura proviene todo el mal que se ha extendido por la tierra: la esclavitud, el colonialismo, el sexismo y la LGBTfobia. Estudiar esta cultura es ahora acusarla, deconstruirla, arruinar su prestigio, permitir que las minorías recuperen su orgullo y que la diversidad cultural florezca sin obstáculos. De ahí el eco que ha encontrado la muerte de George Floyd en París, Estocolmo o Montreal.

Las nuevas generaciones han creído reconocer en el feroz rostro del asesino la cara del Occidente que han aprendido a odiar. Mathieu Bock-Côté recuerda en su último libro que los estudiantes del King’s College de Londres, denunciaron «la colección de hombres blancos barbudos de más de 50 años» que formaba la galería de estatuas en la fachada de su edificio y consiguieron que fueran sustituidas por «unas estatuas conforme a la ideología de la diversidad». Y en un artículo de David Haziza, me entero de que los estudiantes de Columbia han proclamado recientemente que ya era hora de poner fin a un programa de estudios cuya blancura, según ellos, explicaba la persistencia de los asesinatos racistas.

Combatir la hegemonía occidental dentro del propio Occidente: este es, más allá de la revuelta contra la violencia policial, el objetivo del nuevo antirracismo.

El siglo XX y su sangrienta experiencia parecían haber eliminado la cuestión de la raza en favor de la utopía cosmopolita. ¿Cómo explicar que ésta haya experimentado este gran retorno al debate público? ¿El antirracismo se ha vuelto loco?

El antirracismo ya no es, por desgracia, la defensa de la igual dignidad de las personas, sino una ideología, una visión del mundo. En esta visión, las tratas negreras no occidentales no tienen cabida, ni el antisemitismo árabe-musulmán, ni el de una parte de la comunidad negra norteamericana, ni las manifestaciones de chinos y vietnamitas en París contra los insultos y ataques en los que no participaron los blancos. El racista se convierte en el que ve lo que ve en lugar de cerrar los ojos ante el escándalo de lo impensable. Entre la realidad y el sistema ideológico, es mejor, para no ser atacado por la infamia, elegir el sistema.

El antirracismo se ha transformado pues de arriba abajo y la hospitalidad ha cambiado de sentido: en una época de grandes migraciones, ya no se trata de acoger a los recién llegados integrándolos en la civilización europea, sino de exponer los defectos de esa civilización para hacer justicia a quienes durante tanto tiempo ella ha tratado con desprecio y explotado sin vergüenza

Vemos cada vez más «Blancos» disculpándose por sus «privilegios». ¿Qué opina de este fenómeno? ¿Qué implica la noción de «racismo sistémico»?

La mala conciencia burguesa ha llevado a un gran número de intelectuales a ponerse del lado de la clase obrera. Así expiaban sus privilegios y encontraban la redención en la lucha por la igualdad. En la izquierda radical de hoy, la vergüenza de ser blanco ha suplantado a la mala conciencia burguesa, pero ese privilegio se pega a la piel. La vergüenza es pues inexpiable. Para ella no hay redención posible. Y los afectados por ella hacen que sea un honor permanecer confinados el día en que su universidad celebre la desaparición de los Blancos del espacio público organizando para ellos, o más bien en su contra, una «jornada de ausencia». Como la sospecha de condescendencia empaña todas sus palabras y acciones, no tienen otra salida que callar, desaparecer o recitar indefinidamente el catecismo que los condena. Este auto-racismo es la patología más deplorable y grotesca de nuestro tiempo.

Durante varios meses, las guerras culturales e identitarias parecían haberse suspendido por la crisis del coronavirus, pero están empezando de nuevo… ¿Es una señal de que nada ha cambiado realmente?

Desde el comienzo de la pandemia, se ha hablado mucho del mundo de antes y del mundo de después. Pero olvidamos, al anunciar esta gran ruptura, que el mundo anterior ya estaba muy comprometido en la liquidación cultural del viejo mundo. A medida que salimos del confinamiento, el proceso continúa, e incluso se acelera.

 

Traducción de Jorge Soley © Le Figaro,11 de junio de 2020

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