Dependiente. Otro amigo conocedor de la historia de España -peninsular de la Meseta por identificar el sesgo- me decía que nunca entendió por qué Canarias no tomó la senda de la independencia a finales del XIX como territorio de ultramar, igual que Cuba y Puerto Rico, y que esa posibilidad sería en la actualidad mucho mejor aceptada por el resto de españoles que el ansiado proceso catalán. No sé yo. Quizás faltó un barco hundido y unos yanquis, o puede que en Canarias en aquella época estuvieran entretenidos en pelearse por cuál de las islas debería recibir los favores de la madre patria. Un “proyecto país” -término muy preciso acuñado por Rafael Mesa-, ese plan colectivo, en mi opinión, requiere encauzar muchas de las cuestiones que enumero en el párrafo anterior. Ese otro debate, el de decidir nuestro propio futuro, permanecerá en segundo plano mientras no colapse la UE o caiga un meteorito.
Constructo. La cohesión entre islas es una realidad. No por casualidad, por empeño. Al presidente Martín no lo entendían bien cuando apostaba por reforzar la movilidad interinsular, esas líneas de interés autonómico por tierra, mar y aire, desde la Punta de la Orchilla a Caleta de Sebo. Una verdadera autopista para ser “una tierra única”, como insistían con aquel eslogan apropiado por el nacionalismo. La isla como accidente geográfico es un constructo político contra el que debemos luchar. Era imprescindible conectarlas físicamente y eso ya casi está (a falta de Fonsalía y unos tramos del anillo insular). Más complejo será encajar el trasfondo emocional.
Tara. La política en Canarias está condicionada por el pecado original del pleito insular. El único acuerdo posible, la triple paridad, nos distanció años luz del principio democrático “una persona, un voto” y que la última reforma -triple paridad suavizada- solo matiza pero no corrige y mantiene, además, como árbitros a los vecinos de las islas no capitalinas: tremenda carga que exige muchísima responsabilidad. Como si un territorio (una isla) tuviese voluntad propia. Y constatado el irreconciliable resquemor ancestral que impide, según parece, a los empadronados en Tenerife proponer algo beneficioso o necesario para los residentes en Gran Canaria o viceversa. Una forma de pensar fruto del adoctrinamiento, por interés o estulticia, una tara colectiva, en cualquier caso, contra la que estamos obligados a luchar.
Hay esperanza. Sostuve durante años animadversión no disimulada que me llevó a preferir que la UD Las Palmas perdiera a que el CD Tenerife ganara, desde que mi equipo jugó como local en el Insular uno de sus partidos de Primera y fue abucheado por la afición amarilla. Me entero por un amigo que estuvo allí: en contra chillaban cuatro, la grada apoyó al equipo canario sin fisuras. Vivía engañado.
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