FIRMAS Francisco Pomares

OPINIÓN | CoV-2019 | Francisco Pomares

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La enfermedad más peligrosa a la que jamás se han enfrentado los seres humanos, por encima de calamidades terribles como la peste, el ébola, o el sida, es la viruela. Una enfermedad sin cura conocida, que -a lo largo de la historia- provocó centenares de millones de muertes. El virus de la viruela se contagiaba únicamente entre humanos, tanto por contacto directo como indirecto, y existían distintos tipos de enfermedad -la viruela mayor, con un treinta por ciento de mortalidad, y la menor, con apenas un uno por ciento- siendo sus principales síntomas erupciones en la piel, fiebre muy alta y -en el caso de la viruela hemorrágica, necesariamente mortal- graves pérdidas de sangre. Desde 1980 la viruela se considera erradicada, gracias a las masivas campañas de vacunación, aunque se conservan cepas, y existe la duda de si estas puedan haber sido tratadas secretamente para ser usadas como arma biológica. Es curioso que una enfermedad devastadora con la que convivimos hasta hace 40 años se nos haya olvidado casi completamente. Pero más curioso aún resulta lo poco conscientes que somos de la mortalidad que provoca la gripe, la segunda enfermedad que más fallecimientos ha causado, con epidemias como las de la gripe rusa de 1889, con más de un millón de muertos; la gripe española de 1918, con entre 40 y cien millones de muertos en tan sólo tres años; la gripe asiática de 1957, con entre un millón y millón y medio de muertos; la gripe de Hong Kong de 1968, con alrededor de un millón, o la neogripe A de 2009, que no se contagiaba entre humanos, sino de aves a humanos y que -con menos de un millar de fallecidos- es considerada una de las más graves a las que nos hemos enfrentado.

Al margen de esas pandemias, todos los años mueren miles de personas como consecuencia de la gripe, especialmente entre los grupos de riesgo: mayores, niños de menos de cinco años, inmunodeprimidos o personas con enfermedades respiratorias o cardiopatías previas. Claro que a la gripe estamos bastante acostumbrados, creemos que es una suerte de resfriado que se ha complicado y no le damos importancia. Pero en Europa morirá con toda certeza mucha más gente este año de gripe que del coronavirus de Wuhan, una infección respiratoria aguda que se presenta inicialmente -como ocurre con la gripe- muy parecida a cualquier resfriado. La alarma producida por la expansión de la enfermedad tiene mucho que ver con el hecho de tratarse de una enfermedad nueva, que salta de animales a humanos, con altas tasa de contagio, y con una mortalidad levemente superior al dos por ciento. Pero es absurdo caer en la histeria: el coronavirus de Wuhan parece expandirse rápido, pero -de acuerdo con los epidemiólogos que lo estudian- está ya a pocos días de alcanzar su cénit de expansión, y su mortalidad es muy baja comparada -por ejemplo- con su antecedente más claro, el coronavirus del SARS de 2003, que comenzó también en China, en Cantón, infecto a 8.000 personas y mató a casi uno de cada ocho infectados.

La Humanidad lleva padeciendo enfermedades terribles desde la prehistoria. Nunca antes el mundo desarrollado (La Gomera incluida) había estado en mejores condiciones para vencerlas, y el coronavirus de Wuhan no va a ser la excepción. El problema es -como siempre- lo que puede llegar a suceder en los países más pobres de África: entre 2014 y 2016 el ébola mató a más de 11.300 personas en el mundo. Sólo una murió fuera de África.

Soy hijo de emigrantes. Como decenas de miles de canarios. En Venezuela, en el siglo pasado, a los emigrantes españoles, que en su mayoría eran isleños, se les llamaba musiú, un retorcido rastro de la palabra francesa monsieur, que se lanzaba burlona, despectiva, excluyentemente. Siento decir que los canarios, por su parte, como ocurría con italianos y portugueses, apenas se relacionaban fuera de su comunidad. Los canarios solían casarse con canarias y viceversa, y sobre los negros, mulatos y cuarterones compartían una opinión bastante brutal y explícita. Negro es negro, recuerdo decir en la calle por un tendero procedente de La Palma, y su apellido es mierda. La taxonomía nacional era tan compartida como la nostalgia de la isla. Los portugueses y gallegos eran brutos, los italianos gandules, los andaluces unos vividores y los venezolanos de origen, en fin, hundirían el país si se dedicaran a él cinco minutos. Cada grupo tribal tenía perfectamente conceptualizados a los demás, y los italianos, por ejemplo, estaban convencidos que engañar a un canario salía más fácil y barato que la pasta de tamarindo. Toda esta red comunitaria se sostenía en un precario pero resistente equilibrio respetando territorialmente límites culturales y códigos de comportamiento. Lo que no recuerdo es que nadie considerase a nadie un problema de seguridad. El principal problema de seguridad lo originaba la policía.

Los migrantes, ahora, son un problema de seguridad, y no espontáneamente. Se ha diseñado -como la llamaba Zygmunt Bauman- una política de seguritización, es decir, se está empleando «la reclasificación como problemas de seguridad básicos de aspectos sociales que antes no lo eran», como el fenómeno migratorio. Nuestros abuelos y padres regaron con su trabajo y su sudor campos de América, fundaron ciudades y barrios, alcanzaron una vida digna o a veces, incluso, se hicieron ricos. Las migraciones africanas son distintas. Los migrantes africanos son un negocio más oscuro y más redondo. Los que consiguen instalarse en la sociedad europea y sus aledaños son explotados laboralmente. Otros vagan de un lado a otro, despojados de derechos y dignidad, y son utilizados para el trapicheo o los hurtos por bandas organizadas. Y todos -los que se quedan y los expulsados- alimentan la olla podrida del miedo, la xenofobia, la inseguridad y el resentimiento. Son el gran chollo simbólico para distraer la atención sobre la degradación de las condiciones laborales y socioeconómicas de la mayoría. Son la carne de cañón de esa guerra cultural que agitan las derechas iliberales y las ultraderechas: soy pobre o desempleado y este negro o moro no solo me quita el curro, sino que pretende sustituir mis costumbres por las suyas. Ya lo ha sintetizado en una sola frase el líder húngaro Viktor Orbán: «todos los terroristas son migrantes y todos los migrantes son terroristas». Los flujos migrantes como amenaza terrorista frente a la que los europeos deben responder con líderes fuertes, gobiernos autoritarios, y derechos democráticos restringidos.

Todo esto nos escandaliza. Pero hace unos días nuestro Gobierno -muy progresista- devolvió a 60 inmigrantes a Mauritania desde Fuerteventura. Casi todos eran de Mali, un país en guerra, del que huyeron para no ser asesinados. Se les devolverá de bruces frente a las bayonetas. Y siguen funcionando los CIE. Y las concertinas no han caído. Sí, se les trata como hediondos y peligrosos terroristas y se les condena a muerte por responsables públicos que lo lamentan mucho y pulsan el botón del exterminio.

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