Eran unas niñas, doce, trece años. La natación les unió a pesar de que no militaban en mismo equipo, una canaria otra andaluza; una pertenecía a un equipo andaluz otra a uno de Las Palmas. Estaban unidas de tal manera que cuando finalizaban las competiciones el mejor regalo para ambas, era pasar largas temporadas una en la casa de la otra. Como hermanas.
Un día se acabó la natación y cada cual eligió un camino, pero seguían en contacto. Pasaron varios años sin saber una de la otra. Cuando se vieron de nuevo la andaluza ya era mamá y pasaba estrecheces. La canaria conoció entonces la situación de su amiga. Por eso el día que le pidió empadronarse en la casa no lo dudó y le hizo hueco a ella y a su hija pese a que la vivienda era de sus padres. La casa era de dos plantas amplia y cómoda. En ella vivía una anciana de 90 años delicada de salud que cuidaban sus hijos.
Entonces comenzaron los problemas. Lo que iba a ser una estancia de un par de meses se alargaba al tiempo que la invitada y su hija se hacían fuertes en la vivienda. Portazos, música a cualquier hora, risas y descontrol. Llegados a ese punto de discusiones eternas tocó hablar claro, sin tapujos. La mamá y su hija tenían que irse.
Estaba claro que no tenían intención de marcharse y perder el chollo de no pagar un alquiler. Para que no hubiera dudas lo explicó; su hija iba bien en los estudios y no pensaba correr el riesgo de cambiarla de centro. Finalmente la denunciaron, pero el abogado les recordó que la denunciada estaba empadronada en esa dirección lo que le daba un amparo administrativo.
Hace unos días la caradura dejó la llave en el buzón y desapareció.
Ya saben.
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