FIRMAS Marisol Ayala

El chico del bidón. Por Marisol Ayala

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Me dan un toque en el hombro, me giro y encaro con un hombre alto, guapo, de poco pelo. “¿Me recuerdas?”, “no“. “Imagíname más flaco, una “tirillas”. Chabolas de Martín Freire…soy Kiko…”. Sobre la marcha salí de mi amnesia momentánea y recordé al chico menudo de entonces que en el mundo del trapicheo le asignaron la responsabilidad de “cuidar el bidón”. “Yo te daba por muerto”, le digo. Empuja un cochecito donde una niña juega con un osito. Es su hija. “Senté cabeza”. Y se ríe.

Ya tiene mérito porque vivió una lucha encarnizada contra la droga, metadona, algún ingreso y vuelta a empezar. La historia de Kiko la viví de cerca en la certeza de que la droga acabaría con su vida. Kiko se pasaba el día subido a una de las destartaladas chabolas de la inmundicia que era el cono sur de la ciudad donde el tráfico de drogas en los noventa eran carreras y gritos. Vivió de la droga durante años cubriendo a los traficantes de más nivel. En la azotea, al lado del bidón, Kiko no tenía otro cometido que gritar a modo de alerta “¡Agüita!” cada vez que se acercaba la policía.

Con lo que ganaba sufragaba su adicción pero a mí siempre pareció un chico bueno, atrapado en su laberinto. En la misma chabola en la que hacía guardia los jefes tenían otro bidón donde los toxicómanos pagaban las papelinas con las monedas obtenidas en los semáforos. Lo arrojaban al bidón y salían en busca de un lugar donde consumirla. Los que vivieron esa época saben de lo que hablo. Hablo de cuando el barrio de San José era un punto de venta de tal magnitud que los vecinos se organizaron con palos para impedir que los drogadictos alcanzaran las laderas en busca de “camellos”. Les recuerdo que en ese barrio creció como la espuma un movimiento, Plataforma Ciudadana contra la Droga, liderada por un desalmado que invitaba a la vecindad a golpear a los enfermos porque enfermos son los drogadictos.

En ese contexto conocí a Kiko y de eso, de esa locura, hablamos cuando nos vimos. En una ocasión le ofrecí trabajillo, la mudanza de un amigo. No había vuelto a verle desde entonces pero nunca olvidaré que en el trasiego se “extraviaron” cosillas. El otro día se lo pregunté. “Sí, fui yo, por eso nunca quise verte. Estaba enganchado. Era un loco…”.

Finalmente fue capaz de manejar su vida. Más que perdonado. Verle ha sido un regalo y la mejor recompensa. Cuando ya nos despedíamos se giró, saco el móvil y nos hicimos una foto, el bebé, Kiko y yo. “Un día se lo contaré todo”.

O no.

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