¿Fue el de Turquía un autogolpe de Erdogan? Hay quien piensa que pudo serlo, por la rapidez de su neutralización, por la rápida recuperación de todos los poderes del presidente y -sobre todo- porque ha servido para cimentar las políticas autoritarias de Erdogan, el hombre «que sólo cree en Alá, pero no se fía ni de Dios», según lo describía el embajador estadounidense en uno de los cables de Wikileaks. En realidad, da bastante igual que haya sido o no un autogolpe. Lo cierto es que fue calificado por Erdogan como «un regalo del cielo» cuando aún seguía disparándose en las calles de Estambul, la ciudad sobre las dos orillas del Bósforo que Napoleón creía debía ser la capital del mundo, si el mundo fuera un solo Estado. El golpe se ha convertido en la excusa perfecta para iniciar una purga de personal civil y militar como no se había visto igual en ningún país del mundo desde que los jemeres tomaron el poder en Camboya.
Turquía ha metido en la cárcel a once mil personas presuntamente implicadas en un levantamiento en el que no llegaron a participar ni la décima parte de conjurados. Entre los detenidos, gente como porteros de edificios o taxistas, con un potencial de peligrosidad bastante dudoso. Pero eso es solo la punta del iceberg: Erdogan ha aprovechado el golpe para iniciar una cacería indiscriminada de kemalistas defensores del laicismo y de seguidores del clérigo Fethulá Gülen, un imán moderado que ha condenado el terrorismo islamista, defiende la tolerancia entre las religiones monoteístas y cree en el poder de la convicción. Fundador de influyentes diarios cerrados tras el golpe y de una gigantesca cofradía de servicios educativos que funciona como una suerte de Opus Dei, su enorme predicamento entre las masas y su penetración en el aparato del Estado convirtió al exalcalde de Estambul, su aliado Recep Tayyip Erdogan, en primer ministro y más tarde en presidente de Turquía. Erdogan le acusa ahora -sin prueba alguna- de inspirar el golpe. Para construir las pruebas que Erdogan necesita, se ha detenido a 118 generales y almirantes, más de la tercera parte de los altos jefes del ejército, a las dos terceras partes del Supremo turco, a miles de jueces considerados afines a Gülen, y a 15.000 maestros, además de cien funcionarios de los servicios secretos, 250 de la oficina del primer ministro y 492 de la Dirección de Asuntos Religiosos. Desde el pasado sábado han sido despedidos más de 60.000 funcionarios, aparte los previamente detenidos. Para poder aplicar las medidas excepcionales necesarias, Turquía suspendió el jueves su compromiso con la Convención Europea de Derechos Humanos, explicando que la derogación es como la que hizo Francia al decretar el estado de emergencia tras los atentados de noviembre. Una cínica explicación: porque lo que está haciendo Erdogan no es protegerse de actos terroristas, sino acabar con toda disidencia política y sentar las bases de un régimen autoritario con clara deriva dictatorial y proyección religiosa. Un régimen en el que el Ejército -heredero del kemalismo, tradicional árbitro político de Turquía y defensor de un estado laico- va a ser sometido no al poder civil, sino a las fuerzas policiales leales al AKP, el partido de Erdogan, una policía que sobrepasa por primera vez este año el presupuesto militar, y cuenta con armamento bélico, tanques y helicópteros de combate. Controlado el ejército, destruida la independencia judicial y limpiadas las aulas de contaminación gulenita, Erdogan tiene hoy el control absoluto de una Turquía convertida en la mayor cárcel de Europa.
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