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Añepan: Estandartes, banderas, símbolos… Por Agustín Gajate Barahona

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No soy un entusiasta de las banderas, ni de los estandartes. Creo que la culpa de mi falta de empatía con estos símbolos se debe a unos carnavales de finales de los setenta y a la canción de una murga, que creo que era la Afilarmónica Ni Fu Ni Fa, nuestra querida Fufa.

En la letra se decía algo así como «el alcalde de La Laguna lleva una buena carrera, lleva varios meses luchando por la bandera… Mientras el pueblo sin habla le lleva la delantera, preocúpese más por Taco y deje tranquilo el trapo…» Mi memoria puede no ser precisa en cuanto a las palabras exactas, pero sí recuerdo que le llovieron críticas de todos lados a la Fufa por denominar trapo a la bandera.

Entonces era poco más que un adolescente y no sentí la más mínima inquietud por saber cuál era la bandera y quién era el alcalde. De hecho, tampoco hoy lo sé. Lo que me preocupaba y todavía hoy me inquieta es que alguien prefiera anteponer una bandera o un estandarte a las personas.

De hecho, la imagen que más me atemoriza por su significado es la de una bandera o un estandarte sostenido por alguien y seguido por un grupo de individuos. Aunque una formación así puede estar más que justificada, si lo que se reivindica es libertad, justicia o igualdad de oportunidades para una sociedad o un colectivo.

Algunas banderas son imprescindibles, como las que señalan con colores los riesgos de bañarse en una playa, o las que señalan la presencia de servicios sanitarios o de socorro en determinados espacios. Incluso algunas, por su cromatismo o estética, me resultan agradables a la vista, como la bandera arcoíris que enarbola el colectivo LGTB. Las oficiales que se colocan en mástiles no me llaman la atención, pero durante las fiestas, en las ventanas de las casas, dan su colorido, aunque prefiero los banderines multicolores que atraviesan de un lado a otro las calles y plazas, cuando no son de publicidad de alguna marca de bebidas.

Reconozco que prefiero las banderas tricolores a las bicolores o las que son mayoritariamente de un único color, que parece que avasallan a la tonalidad minoritaria. Hay banderas atractivas desde el punto de vista artístico o geométrico, pero que luego conllevan un contenido perverso y entiendo que debe limitarse su exhibición pública porque puede provocar sufrimiento a personas o colectivos.

Hay quien simpatiza con la bandera de la Confederación, que perdió la Guerra de Secesión de Estados Unidos, pero yo no puedo dejar de vincularla emocionalmente con el esclavismo, como tampoco puedo evitar asociar las banderas del nazismo y de la URSS con el genocidio, aunque detrás de la mayoría de las banderas nacionales actuales se esconden historias de masacres, guerras y destrucción.

Tampoco me gusta la bandera pirata, aunque sea un emblema de coña, porque me recuerda que los auténticos piratas no tienen bandera o enarbolan una de conveniencia para confundir y robar, que es lo que han hecho siempre los piratas.

Motivos no faltan para prohibir la exhibición de muchas banderas, porque cualquiera puede considerarse ofendido al verlas ondear por sus propias experiencias o las de su entorno, pero creo que la intención es lo que cuenta. No es lo mismo un acto de rebeldía o una celebración, que una señal de pasados, presentes y futuros propósitos de causar daños en nombre de lo que simboliza o algún inconsciente o indocumentado entiende que significa.

Por eso no entiendo que se prohíba la exhibición de algunas banderas digamos ‘alternativas’ en los estadios deportivos, porque creo que forman parte del espectáculo. Aunque no en todos los países, igual o más desarrollados y democráticos que éste, puede hacerse. Quizá aquí tengamos otra mentalidad, más permisiva, que es de agradecer, porque dejan en el recuerdo imágenes imborrables en momentos de euforia colectiva que, por su belleza, trascienden el propio significado de la bandera.

Confieso que no tengo ninguna bandera en casa, aunque he portado banderas sindicales en concentraciones y manifestaciones reivindicativas en defensa de mis derechos laborales. Y si alguna vez me veo en la necesidad u obligación de enarbolar alguna otra tendré que improvisar y, ya puestos, lo haré a lo grande, con un buen mástil y el mejor estampado que tenga en ese momentos en el armario, impreso sobre una sábana o funda de edredón. Por lo menos, ser original cuando me detengan y tener algo con lo que taparme, si hace frío.

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