FIRMAS Marisol Ayala

La empresaria caradura y mentirosa. Por Marisol Ayala

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No lo he contado, no, pero en la vida me he tropezado con pillos, caraduras y golfos de Matrícula de Honor. Un blog personal sirve incluso para cuando las madrugadas se alargan –como anoche- y el sueño tarda en llegar y hay que engañar las horas hasta que amanezca. Para eso; para en el silencio de la noche hurgar en tu vida y que te asalten episodios vividos que el tiempo no ha olvidado. Me refiero a las calaveras que he conocido, hombres y mujeres, que todavía creen que sentar a un periodista a su mesa es abrir las puertas de la fama, sin pensar que eso nunca es verdad. Las mentiras tienen las patas cortas y casi nunca llegan a la esquina. En fin, un manojo de cafres que mienten, engañan y son capaces de grabar la conversación que se produce en la cordialidad de una mesa. Golfos. Lean y verán.

Hace dos años una de esas empresarias canarias “hecha a sí misma”, un farfullo con suerte y sin escrúpulos me buscó por tierra mar y aire. Estaba empeñada en dejar escrita la historia de su empresa y de su vida –mejor sería ocultarla que airearla pero ya ves- y consideró que la mejor manera de engatusarme a ver si picaba podía ser invitarme a un almuerzo rumboso. Yo conocía algo de su estrafalaria trayectoria pero solo la había visto en persona un par de veces en mi vida. Pregunté a quienes le conocían muy bien con el fin de no perder el tiempo. “Escúchala a ver hasta dónde llega, pero ten cuidado. Es una negociante, una ignorante peligrosa”. Supe que hizo mucho dinero pero nadie supo decirme cómo era su situación actual. Con esa base acepté la invitación a sentarme a comer con ella: “Iremos al  restaurante más lujoso de Las Palmas”, dijo ella no sin antes comentar que “Marisol Ayala no podía comer en cualquier sitio, no”. Peloteo. Nos citamos en un asador de Las Canteras donde, efectivamente, reservó una buena mesa, discreta, mirando al mar.

Recuerden que el objetivo de la cita era su decisión de publicar la biografía. Una que tiene mucha calle empezó a mosquearse porque mientras yo iba a lo mío, a lo de su biografía, ella se entretenía en contarme sus amoríos, sus villas y castillos, las fortunas y propiedades que luego supe que solo existían en su mundo imaginario. La primera en la frente. Cuando se acercó el camarero – les aclaro que como lo justo y casi siempre lo mismo, es decir, platos sencillos, sin florituras- miro la carta con desdén. “¿No tienen menú?”, preguntó. Mala cosa. Alguna luz se me encendió. “No, no, yo quiero un filete y ensalada, nada más”, le informé.

Ella comió y bebió y de vez en cuando me colaba un rollo. Un poco desconcertada y algo ridícula le dije de sopetón: “Vamos a ver, ¿usted, de verdad, qué es lo que quiere? yo he venido a tratar un tema de trabajo, el libro que desea que le escriba ¿no? ¿Entonces?”. Afirmé decidida. El almuerzo ya se alargaba más de lo conveniente y yo no estaba para aguantar chorradas. “¿Un licor?”, sugirió: “No, no, un café y me voy que tengo prisa. Mire, cuando usted se aclare me llama y si puedo nos vemos, pero vamos a terminar con esto, al menos de momento”. Frita por largarme le dije que pidiera la cuenta y la pidió. Cuando el camarero trajo la factura, unos 60 euros, observé en ella movimientos extraños. Abría y cerraba el bolso y su cartera en los que rebuscaba con contrariedad. Me temí que no tuviera un euro y se lo pregunté: ¿Pasa algo? “nada, que no encuentro ni la tarjeta ni el dinero que llevaba aquí…”, contestó con media cabeza en el bolso. De pronto, movida como por un resorte, me puse en pie y le dije que me marchaba que me esperaban y no podía llegar tarde. Temí que la caradura me pidiera dinero de manera que la dejé sentada. “Ya hablamos”, le comenté mientras salía. Estaba muy enfadada y casi ni me despedí.

Semanas más tarde volví al restaurante y pregunté qué había pasado. “¿La señora que comió con usted?, ya, nos dijo que iba a su casa a buscar la tarjeta, nos dejó su DNI y no volvió…”. No pagó la factura y se largó. Me dio tanta vergüenza que le expliqué a uno de sus dueños quien era el personaje y el motivo de la reunión. No daba crédito. Una semana después la llamé y le pregunté qué había pasado. Su respuesta la retrató: “Me dejaron ir sin pagar, me conocieron y me invitaron. Dije que volvería otro día pero no he podido…”.

Si dijera el nombre de esa caradura se caerían de culo.

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