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Un parpadeo en la eternidad. Por Eduardo García Rojas

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Al final terminó leyendo biografías. Biografías no solo de personas sino también de animales (hay que ver lo curiosa que fue la existencia de Flipper, Furia, Rin Tin Tin, Lassie…) y cualquier cosa que fuera susceptible de ser biografiada… como un edificio ruinoso, una selva antes de desaparecer por la mano del hombre… Cualquier cosa que contara una vida real aunque, y es una cuestión que planea sobre su cabeza con insistencia obsesiva, esas palabras solo reprodujeran con datos la vida de esa mujer, ese hombre, ese animal que acarició la fama entre la especie humana, esa cosa que estuvo allí y que puede aún permanecer allí…

Lo escribo porque leo una reseña sobre la obra literaria de un amigo querido, uno de esos amigos que cometió la equivocación de hacerse periodista y asumir el periodismo como se asumía antes: una profesión que fue sinónimo de malgastar toda tu vida bajo el techo de una redacción iluminada de tubos fluorescentes, y cuando te evadías, pensar ya en la calle en la mejor manera de romperte el cuerpo y la cabeza consumiendo sustancias prohibidas con el fin de escapar de la inevitable realidad del día siguiente y que no era otra que entrar en esa misma redacción y vivir un día de adelanto con respecto al resto de los mortales porque en prensa hoy es ayer y mañana es hoy…

Y descubre que otros hablan de Ezequiel Pérez Plasencia sin haberlo conocido personalmente aunque sí a través de la producción que dejó detrás antes de que la muerte, terrible cuando se pone caprichosa, y con Ezequiel fue terriblemente caprichosa,  se lo llevara no sé a dónde.

El caso es que lee ese artículo que está cargado de buenas intenciones pero no encuentra primero al amigo, luego al periodista y después al escritor que conoció hace ahora no sé cuántos años… Y eso le produce una sensación de vértigo, pero también la idea de que todas esas biografías que devora y en las que se cuenta la vida de hombres, animales y cosas solo es un retrato, a veces muy vago, de desconocidos si no se ha tenido la suerte o la desgracia de haberlos conocido.

Y se pregunta entonces cuánta verdad hay en esos libros que narran la vida de otros.

Y de quién escribe esa biografía de otros que, es un suponer, también tendrá las preocupaciones habituales de esa existencia que apenas dura un parpadeo en la eternidad… Y si bien no es tristeza lo que siente, digamos que sí una poderosa melancolía porque todo es finito. Todo está acotado. Todo tiene un fin. Y que tras ese fin, igual hay uno que escribe sobre otro. Aunque sea un obituario… que es una fórmula muy periodística de resumir en unas cuantas líneas lo que fue alguien que ya no está. Y a quien se le perdona oficialmente todos sus pecados porque cuando te muere estás más allá del bien y del mal.

En fin, que le produce escalofríos que alguien que no conoció a Ezequiel en vida escriba ahora sobre su obra y saque sus conclusiones que no tienen nada que ver con el personaje real sino con lo que sus libros ha despertado en su espíritu que no sabe que está vivo pero también muerto.

Esa es la condena de la biografía, algo menos cuando se trata de autobiografía porque ahí está permitido o ser sincero con uno mismo o un tremendo mentiroso. Le dan más gracias esos relatos extensos repletos de mentiras que se inventa quien escribe sobre su vida porque en ese caso apuesta por la leyenda que seguro que es mucho más interesante y entretenida…

Pasea con estas reflexiones por las calles de una capital de provincias y escucha la campanilla del tranvía y sube y baja las cuestas consumiendo segundos, minutos, horas, días, semanas, meses, años… echando de menos tropezarse con los familiares y amigos ausentes pero descubre como la ciudad se prepara para el carnaval que es una fiesta que se vive en la calle en una geografía, como es en la que vive, tan poco dadoaa que la gente salga a la calle.

Una ciudad con demasiado miedo, demasiado lastre, y poco reconocimiento a una historia donde el heroísmo se confunde con la vergüenza. Y se pregunta ahora ¿por qué?

Pues por sus fantasmas.

Y Ezequiel Pérez Plasencia es uno de ellos y, mucho me temo, que yo también.

Saludos, que los dioses repartan suerte, desde este lado del ordenador.

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