FIRMAS Francisco Pomares

A babor. De Luis y sus libros perdidos. Por Francisco Pomares

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Cuando era chico quería saber qué pasaba con los animales muertos. Nos habían enseñado en catequesis que no podían ir al cielo, porque el cielo es para los hombres, seres con alma, y yo me preguntaba dónde andaría aquél perro o aquél gato con el que había compartido tantas horas de juego. Luego aprendí que el cielo no existe como nos habían contado, que el cielo es sólo el envés de cualquiera de nuestros infiernos, y entonces dejó de preocuparme dónde vamos después de vivir. Y luego llegó este Papa que quiere arreglarlo todo y resolvió lo de los bichos: también van al cielo. Lógico, un cielo sin la lealtad de los perros y la sensualidad de los gatos sería una porquería de cielo…

Como uno siempre tiene que estar preocupado por algo, hace ya algún tiempo, cuando internet extendió su tupida red en el mundo, se apoderó de nuestras conciencias, y cambió nuestros hábitos lectores, empezó a preocuparme dónde van los libros perdidos, cuando la suerte no los remata en polvo, que es el destino último e inevitable de todos los libros. Convertidos los míos en cenizas ocho años atrás, esa preocupación podría parecer más interesada que filosófica o vital. Y es cierto: llevo mucho tiempo siguiendo la pista de libros perdidos, libros cuyos dueños fueron al cielo y no encontraban acomodo, o bibliotecas abandonadas a su suerte por quien las hereda. Durante siglos, el libro gozó de todo el prestigio del mundo como guardián y cobijo del pensamiento, la ciencia y la creación. Hoy es un triste objeto a punto de morir de su propio éxito, un despojo arcaico en un mundo que no perdona y que ha decidido entregarlo todo -el saber, la conciencia, la memoria, el dinero, el placer incluso- a la nube de señales y vivencias vicarias que envuelven hoy todas las vidas.

¿Dónde van entonces los libros sin dueño? Siempre he buscado esos libros perdidos por las librerías de viejo. Los he encontrado en los buquinistas del Sena, en los anaqueles de Shakesperare & Co, al lado de acá de la orilla de las revoluciones, en el mercado de Sant, en la cuesta de Moyano o en Brooklyn, Bedford Av., o mucho más cerca, en la casa Byron de la calle Cebrián de Las Palmas, donde se ofrece a los libros una nueva vida entre multitudes. Siempre añoré la pérdida de nuestra librería de libros perdidos, la vieja Sonora de la antigua calle Barranquillo. Hasta que no hace tanto, justo al otro lado del barranco, a la misma altura, pero en la calle Anchieta, un tal Luis, pastor evangélico, abrió con algunos incondicionales su librería de libros perdidos, y fue recogiendo uno a uno, hasta juntar decenas de miles, todos esos amados despojos que el futuro quiere olvidar. Ahora, por fin aquí también, Luis y su amigo Manolo, una suerte de prospector de títulos imposibles, protegen de la intemperie virtual a los niños extraviados de Peter Pan y al mal genio del capitán Ahab, y los amontonan al lado del caballero de figura triste y de Henry the Five, junto a Asimov, que describió el libro del futuro como una réplica inmutable del de hoy, y a Borges y su biblioteca inabarcable de libros que no supo escribir, pero le fue dado leer. Junto a las páginas satinadas de Franco María Ricci o la sabiduría de Sócrates recogida por Platón. Al lado de las andanzas de Harry, la última gran ficción que leyeron sobre papel los jóvenes que hoy asaltan colegios y facultades con sus dispositivos y tabletas.

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