FIRMAS Francisco Pomares

A babor. La iglesia de San Francisco. Por Francisco Pomares

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Leí el otro día un twit cuestionando al Papa: «El Papa propone, el Papa se preocupa, el Papa opina. Pero… ¿qué hace de verdad el Papa?» Justo un día después, el Papa hizo algo, y muy arriesgado: pidió a la Iglesia una movilización sin precedentes, instando a los centenares de miles de parroquias de Europa a acoger cada una de ellas a una familia de refugiados. Un reto de proporciones gigantescas para la Iglesia, que -por si sólo- podría llegar a resolver el drama de las decenas de miles de refugiados que huyen en masa del sudeste mediterráneo con destino al conti-nente, y a los que las autoridades civiles no son capaces de encontrar acomodo y refugio.

La Iglesia es una extraña institución que arrastra sus contradicciones desde hace dos mil años. Sus valores, creencias y ritos, forman parte del ADN cultural de la vieja y hoy agnóstica Europa. Sus mitos y tradiciones definen nuestros comportamientos y arquetipos, apenas maquillados por dos siglos de descreimiento y laicismo público. La influencia de la Iglesia, su capacidad de llegar dónde no llega nadie, es enorme. Más allá de su estructura arcaica y a veces esclerotizada, de los pecados de vanidad, autoritarismo y lujuria que con demasiada frecuencia cometen sus sacerdotes, la Iglesia es hoy la mayor institución de solidaridad de Europa. Centenares de miles de personas están logrando capear la crisis gracias a la acción social de la Iglesia y su cepillo de los pobres. Algunos menosprecian ese ingente trabajo por la dignidad de las personas calificándolo despectivamente de «caridad», porque la «caridad» es hoy un concepto políticamente incorrecto. Para mí no: caridad es amar al prójimo, es el auxilio a quien lo necesita, es el sentimiento que impulsa a las personas a ocuparse de los demás en apuros. Los cristianos definen la caridad como virtud teologal, que no sé muy bien qué quiere decir, pero muchos de ellos practican la caridad en la que yo creo. Lo hacen, por ejemplo, los 70.000 voluntarios de Caritas (no han dejado de crecer durante toda la crisis), y lo hacen miles de cristianos anónimos que defienden sus valores con su ejemplo y compromiso.

Casi 23.000 parroquias hay en España. A todas ellas se ha dirigido este Papa argentino para que den cobijo y refugio cada una de ellas -como cada una de las parroquias del resto de Europa- a una familia de refugiados. Hasta ahora este Papa que tanto nos gusta a los agnósticos y descreídos, ha sabido conectar con la modernidad a través de palabras y gestos destinados a abrir la Iglesia a todo el que quiera estar en ella, al margen de su estado o pasado. Su discurso se me antoja básicamente evangélico, pero lo de ahora no es un gesto, ni son palabras. Es un llamamiento al compromiso de los suyos -esos millones de europeos que comparten su fe- para que demuestren que otra sociedad es posible, que puede existir un mundo distinto, y que ese mundo diferente, más humano y mejor que este, es el mundo que la Iglesia quiere. Se trata de una apuesta urgente: si la Iglesia reacciona y sigue a Francisco, no sólo se salvarán miles de vidas. También se salvará ella.

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