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Mi tesoro. Por Eduardo García Rojas

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El primer libro que me abrió los ojos fue La isla del tesoro. Un título que me marcó como supongo que habrán marcado otros títulos a otros tantos lectores. El transcurrir de los años ha disfrazado de cierta épica fantasiosa aquel descubrimiento, que más que descubrimiento llegó por uno de mis hermanos… Así que como Jim Hawkins me embarqué en La Hispaniola, acompañando a Long John Silver porque La isla del tesoro es una de esas novelas en la que te acuerdas de tipos como Long John Silver y no de los que representan el orden establecido.

Tanto, que con él terminé cantando Ron, ron, ron, la botella de ron… mientras navegábamos a las órdenes de Robert Louis Stevenson rumbo a la isla y me daba tiempo de esconderme en un barril de manzanas.

Leo ahora la continuación de Andrew Motion y recupero las sensaciones de un tiempo que ya creía perdido para siempre. Ya escribiré, si así lo permite la marea, mis impresiones en torno a esta segunda parte pero de momento ha logrado lo imposible, que vuelva a embarcarme no en La Hispaniola sino en la Nigthtingale para regresar a esa isla donde aún quedan tesoros. Me guío por el mismo mapa de entonces…

Mi agradecimiento pues es eterno y dentro del tiempo que aún me queda, con Robert Louis Stevenson, un escritor que me acompaña y con el que coincido tanto con tíos serios como lectores que se educaron con los libros que te da la vida.

Escribo todo esto porque es el día del libro, en minúscula porque el libro no tiene un día sino todos los días del año, y nunca terminó de convencerme lo del diez por ciento de rebaja. Una menudencia para los que aún les sonríe la cartera, pero un descuento de chiste para los que observan como sufre de anorexia.

Pero es lo que hay. Y cualquier excusa es buena para leer un libro con independencia de cómo lo encontraste y su formato. Aunque, en este sentido, los prefiera de bolsillo y continúe sin atraerme como aparato electrónico.

No me canso de abrirlos, leerlos por encima. También olerlos y acariciarlos. En soledad o rodeado de gente, sin pudor alguno.

Llámalo islas del tesoro… Mi tesoro, que susurraría Gollum, pero así son las cosas.

Y eso sabiendo que los libros, a veces, te abandonan. O no los encuentras en el caos en el que se ha convertido tu biblioteca. Piensas, mientras sacas volúmenes, si estará detrás de esa fila, o en la de más allá… Si alguna vez lo prestaste o, sencillamente, desapareció sigilosamente de casa quieres pensar ahora que una maldita madrugada.

Solo sé que no sé nada, y que cuanto más leo me preocupa no llegar al final del libro por si la señora de la guadaña aparece y me lleva a otra fiesta. El otro día, paseando con un amigo, una pesada rama de palmera cayó sobre la calle sin que le aplastara la cabeza a uno porque a veces, solo a veces, la señora está metida en otras cosas. Lo escribo porque apenas unos minutos antes habíamos pasado debajo de esa frondosa palmera… Y de golpe te das cuentas de lo vulnerable que somos.

Afortunadamente, me queda La isla del tesoro para alejar tan funestos pensamientos.

La Hispaniola, Long John Silver, un cofre repleto de monedas y piratas… Y otros tantos libros de Stevenson.

Ya ven qué cosas, pensé en Stevenson mientras observaba la rama de palmera en el suelo. En una céntrica calle de la ciudad de provincias en la que vivo. Todos mirándola sorprendidos.

Ron, ron, ron, la botella de ron.

(*) En la imagen que ilustra este artículo, Orson Welles como Long John Silver en La isla del tesoro (John Hough y Andrea Bianchi, 1972)

Saludos, por San Jorge, desde este lado del ordenador.

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