El mundo no sigue estrictamente el modelo del reloj, previsible y determinado, sino que tiene aspectos caóticos. El observador no es quien crea la inestabilidad o la imprevisibilidad, con su ignorancia. Ellos existen de por sí.
Esto es más o menos lo que podemos captar cuando entramos por primera vez en el taller del artista. Un espacio vintage, en el que nada parece seguir una pauta determinada, donde cientos, miles de objetos gravitan alrededor de un espacio común, donde se mezclan los colores y se preparan los útiles de trabajo.
La música suena de fondo, como venida de lejos, seguramente por el lento transcurrir de la aguja sobre los surcos del vinilo. Pink Floyd y la magia envolvente del rock psicodélico. Junto al aparato, como acompañante silencioso, un viejo hornillo, donde se prepara el mate que, como convidado de piedra, permanece largas horas en su recipiente.
Leo es un tipo acogedor, pleno, algo desaliñado, para no contrastar con su entorno. Cuando le vas conociendo percibes que tanto él como su entorno forman parte de un solo elemento, el arte. Esto es lo que sale de sus aerógrafos: ráfagas de partículas de resinas y otros elementos que, con la sabiduría del alquimista, mezcla en las pequeñas cazoletas.
Está claro que de este mundo mágico salen auténticas obras de arte, con estructuras diversas, que siempre superan la exigencia del receptor.
Depósitos de gasolina, llantas, chasis y todos los elementos que, por separado, conforman el mundo de la moto.
Che, boludo, el martes vuelvo.
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