Todo orador, presentador, conferenciante…todo aquel que tiene que hablar en público y para el público, debe asumir una enorme responsabilidad moral, ética y educativa.
Cuando oímos a personas que ocupan puestos de trascendencia en la vida pública; cuando presenciamos intervenciones de directivos de empresas o de instituciones, líderes intelectuales o científicos, pensadores, periodistas… en el fondo también queremos ver modelos de conducta, guiones de estilo y ejemplos a imitar.
Independientemente de nuestro acuerdo o disensión con la esencia de su mensaje, la persona que nos habla desde la palestra debe, cuando menos, impartirnos una lección de formas. Es su obligación hablar con corrección e inspirar –incluso inconscientemente para sus oyentes- corrientes de comportamiento que nos ilustren sobre cómo podemos actuar.
No es admisible que quien suba a una tarima buscando nuestra implicación, emplee mal verbos tales como adolecer o prever; que diga resulta de que o que comience su discurso con un irresponsable infinitivo decir que…
Escuchemos -es nuestro deber- ideas absolutamente contrarias a las nuestras, pero admiremos cómo nos las cuentan. No importa que el orador nos caiga mejor o peor, pero no dejemos de reconocer lo bien que se expresa. No claudiquemos en la exigencia de las formas. Un país, un colectivo, es en parte reflejo de sus líderes. La cabeza visible que opina y nos arenga desde el atril debe aprender que cada una de sus actuaciones lleva implícita una lección de comportamiento.
Para cada uno de nosotros, famosos o no, una intervención en público ha de ser, más allá de su contenido, una clase de oratoria y de lenguaje. Un ejemplo de estilo, de esfuerzo y de entrega. Debemos interpretar ese rol. No importa ante cuántas personas hables. No importa lo pequeño que creas ser. Cuando te levantas para hablar en público estás asumiendo la enorme responsabilidad de dar ejemplo.
Piénsalo. Pero no te quedes ahí: ¡hazlo!
Añade un comentario