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Un trauma adolescente. Por Eduardo García Rojas

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“Con un gruñido de placer, Rosa Klebb se dejó caer en el diván con pose a la Recamier. Alzó un brazo y encendió una lámpara de mesa con pantalla rosada. El pie de la lámpara estaba trabajado en forma de mujer desnuda en cristal, imitación de Lalique. Luego palmeó sobre el diván, a su lado, al mismo tiempo que decía:

– Apaga la luz del techo, querida. El interruptor está junto a la puerta. Luego ven y siéntate a mi lado. Tenemos que conocernos mucho mejor”. (pág 74  de Desde Rusia con amor, libro número 6 de la colección Agente 007 James Bond, Editorial Bruguera, 1974. Traducción de Antonio Bosch)

Desde Rusia con amor cumple cincuenta años muy bien llevados.

Continúa además siendo la mejor película de la serie Bond y para quien les escribe tiene entre otros atractivos, un encanto particular.

Fue la primera que vi del agente secreto 007 en un cine del que ya no existe ni su esqueleto en la capital de provincias en la que resido.

Se llamaba La Paz y en los estertores de su existencia apostó por las sesiones dobles y hacer la vista gorda con eso de la edad.

Las butacas eran de madera, por lo que resultaban incomodísimas. O una tortura del doctor No, pero a mis esas cosas en aquellos días de sueño ni fú ni fá. Corría entre nosotros también inquietantes leyendas sobre ese cine, lo que hacía que asistir a sus sesiones prometiera algo más que ir al cine.

Recuerdo que una que nos contábamos y creíamos como palabra de ley es que ni se te ocurriera ir al baño una vez se había iluminado la pantalla.

“Desapareces, no se te vuelve a ver el pelo”, nos transmitíamos unos a otros a modo de advertencia.

No sé de donde vino esta ocurrencia, pero la única vez que fui a los servicios de aquel entrañable y ruinoso cine fue lo más parecido a una aventura de terror en esos años de los que todavía conservo memoria. Una memoria que probablemente adorno en mi cabeza pero no por eso deja de ser memoria.

Cerré la puerta, desahogué dentro la taza esperando que apareciera de un momento a otro la cabeza de una rata y cuando me disponía a abrir el fechillo, cerrojo lo llaman en la Expaña peninsular, no pude.

De fondo oía el sonido amortiguado de la película, no sé si se trataba de Jack el destripador de Londres, que sí que la vi en La Paz, por lo que comencé a ponerme nervioso hasta terminar por golpear la puerta y dar gritos de auxilio.

Pero parecía que estaba yo solo en aquel cine, encerrado para colmo en un cuarto de baño cuyos olores contribuían a subrayar el momento de pesadilla de esa hoy inolvidable experiencia cinéfila.

Ahí estoy, intentando forzar el fechillo al mismo tiempo que mis paranoias toman por asalto sorpresa mi cabeza:

“Ahora se abre la puerta de una patada y parece el destripador con la cara de Paul Naschy“.

“Cuando acabe la película la gente sale del cine y mis amigos se han olvidado que venían conmigo y paso la noche en este retrete hasta que una mano sale reptando de la taza…”

El caso es que comencé a dar patadas y puñetazos contra la puerta, sin dejar de dar gritos que, pienso ahora, probablemente apagaba el sonido de la película.

Al final, milagrosamente, el fechillo cedió, por lo que me escabullí del baño como alma que lleva el diablo.

En el bar, que estaba al lado de los servicios, me crucé con el camarero y un acomodador, también con un cliente que tomaba una cerveza. Los tres giraron su cabeza para mirarme. Una mirada de aquí no ha pasado nada que me desconcertó de una experiencia que hoy explica mi  ya característica claustrofobia.

Me metí en la sala y me senté en la butaca de madera junto a los amigos y vi el resto de la película. Me quedé también para ver la segunda sesión y después me marché con la sensación de que, efectivamente, allí no había pasado nada.

Pero eso es otra historia.

Contaba que descubrí al agente secreto al servicio de su graciosa majestad en el Cine La Paz. Y que eso quizá explique que su impacto resultara fatal. También que desde ese día militase en el ejército de aficionados a las extravagantes aventuras de 007.

Me encanta la escena del principio, esa en la que un hermoso y rubio como la cerveza Robert Shaw liquida al mismísimo Sean Connery en un parque… aunque todo es cosa de un entrenamiento, descuiden.

Cuando Shaw acaba con la vida del agente secreto no es Bond sino un tipo del montón, que así se las gastaba la condenada Spectra

Aquí no ha pasado nada.

daniela

Recupero Desde Rusia con amor y disfruto de su juvenil envejecimiento. Será porque descubro nuevos registros en una película que todavía se tomaba en serio el universo de Ian Fleming. Trabaja, además,  la más encantadora chica Bond de todos los tiempos: Daniela Bianchi, y la musa de Kurt Weill, Lotte Lenya, que hace de Rosa Klebb, una ambigua asesina que los mata a patadas.

La segunda entrega cinematográfica de las aventuras del agente que prefiere los Martinis agitados no revueltos, sienta las claves que después explotaría hasta la saciedad la serie.

Me refiero a los viajes en primera clase, a los almuerzos en restaurantes de cinco tenedores,  a las bebidas caras,  a las chicas y a los malos con aroma inconfundible pulp. Pero sobre todas las cosas es un filme que, como la novela, celebra un agradable hedonismo que, a día de hoy, aún se mantiene inmutable porque su sentido del entretenimiento pulp pop ha sido crionizado en novelas y películas.

Otro valor añadido es que Desde Rusia con amor la dirige Terence Young, un cineasta desinquieto por el que siento debilidad ya que sus películas nunca me dejaron dormir.

Young firmó la primera de la serie cinematográfica, Doctor No, y varios años después, tras Desde Rusia con amor, la espectacular Operación Trueno.

Young dejó su huella mientras trabajaba para James.

Pisadas que cualquier bondmaníaco que se precie rastrea en otros filmes por muy tonto que se ponga.

Yo veo nervio Young en la dinámica pelea inicial de Al servicio secreto de su majestad, la misma película que acabó con la carrera de George Lazenby, pero esta es otra historia.

No recuerdo, salvo La espía que me amó, ya con Roger Moore haciendo de agente secreto, otra película de la serie que me dejase clavado en la butaca.

Y lo gracioso del caso es que todavía, cuando las vuelvo a ver, ambas continúan despertando las mismas sensaciones que recibí de ellas cuando era un chaval que todavía no se preguntaba cómo sería  llegar al siglo XXI.

¿Un pequeño paso para el hombre, un gran paso para la humanidad?

Pero no quiero volverme nostálgico, no toca en estos días sin vino ni rosas que vivimos. Solo deseo dejar constancia de lo que supuso de alumbramiento descubrir por primera vez, y en un cine al que quiero recordar poblado de fantasmas, una película que cumple cincuenta años. Cincuenta años que no son nada.

¿Será porque se elimina –aunque sea de mentirijillas– a Bond nada más arrancar la película? ¿Será por Daniela Bianchi? ¿o por contar a tu lado con aliado sincero y feroz como Kevin Bey (Pedro Armendáriz)?

Yo que sé…

Solo sé que volver a ver Desde Rusia con amor me serena por dentro y por fuera.

Claro que –pienso luego existo– la epifanía se produjo en un cine llamado La Paz.

Ese cine en el que a veces pienso que todavía estoy estancado, encerrado en su cuarto de baño.

Saludos, M quiere hablar conmigo, desde este lado del ordenador.

 

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