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Matar o no matar, este es el problema. Por Eduardo García Rojas

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No hubo manera en mis años mozos que me dejaran entrar en una película que, pasado el tiempo, explica cómo funcionaba por aquel entonces la orden de prohibir que la vieran los que eran menores de 18 años.

Como otras tantas películas que se estrenaban en los cines, y sin referencias salvo que la protagonizaba Vincent Price, lo primero que me llamó la atención de este largometraje fue el cartel promocional que colgaba en distintos puntos de la capital tinerfeña… Un cartel que lograba disparar mi imaginación, de un sensacionalismo burlón que todavía, cuando lo contemplo, hace que viaje al pasado y que se despierten emociones que creía dormidas definitivamente.

Puedo entender ahora, pasado los años y con una visión un tanto legendaria de aquella adolescencia, que el interés por digerirla se acrecentara en vez de disminuir a medida que los porteros de los cines de estreno me negaban la entrada. Y siento aún la sensación de derrota con la que regresaba a casa, una frustración que no se iba a disipar de mi cabeza hasta que tuviera la oportunidad de verla…

Tuve que esperar así a que se repusiera en uno de aquellos cines de barrio que entonces poblaban el callejero de Santa Cruz de Tenerife. Concretamente, el Cine Somosierra, donde los custodios no resultaban tan estrictos a la hora de dejar pasar a un niñato con demasiados pajaritos en la cabeza.

Pasado los años, las emociones son encontradas.

Porque reconociendo que no se trata de una gran película, sí que es, a mi juicio, uno de los mejores papeles que interpretó Vincent Price.

El filme se tituló en España Matar o no matar, este es el problema (Theatre of BloodDouglas Hickox, 1973) y en él intervienen algunos de los actores más grandes del cine británico como Jack Hawkins, Harry Andrews, Robert Morley, Diana Rigg y, en un papel pequeño pero explosivo, la explosiva Diana Dors.

Recuerdo que cuando salí del Cine Somosierra, una de aquellas salas, junto al Delta o al Fraga, en las que era posible colarte a las de mayores de 18 años, Matar o no matar, este es el problema fue una de esas películas que contribuyeron a que abandonase esa etapa de la vida en la que saltas sin red de la infancia al pantano de la adolescencia, y que para mi, Vincent Price se convirtiera desde ese día más en el fracasado actor shakesperiano Edward Lionheart que en el abominable doctor Phibes.

Aún conservo imágenes muy frescas de esta película en el disco duro de mi memoria. Debe ser que se trata de un filme que tontea con el gore con tono de deliciosa comedia macabra.

Descubro en dvd y a precio de crisis Matar o no matar, este es el problema, y siento como el chispazo de la emoción me recorre por la espalda.

Ya en casa, el cansado reproductor se pone idiota, lo que me hace rememorar los “déseme usted la vuelta” que me cantaban los porteros cuando nervioso y poniéndome de puntillas le hacía entrega de la entrada…

Pero por fin, quizá porque recito en silencio pedazos del Necronomicón, comienza la película en el televisor y la veo con ojos presuntamente adultos; descubriendo que lo que antaño me impactó ahora apenas me produce una sonrisa, aunque aún me captura la trágica historia del actor que es humillado por un grupo de críticos, dando pie a su furiosa y shakesperiana venganza con la colaboración de su hija y de un grupo de mendigos que me proporciona lecturas que en su día, más preocupado por el efectismo, fui incapaz de interpretar.

Con todo, la película no ha perdido su encanto. Me desconcierta su atrevido erotismo para la época, la etérea sexualidad de la encantadora Diana Rigg, y las carnes generosas de Diana Dors… Disfruto con esa venganza implacable que emprende Price contra esos críticos que le negaron su reconocimiento, así como ese aire de ópera bufa aunque trágica que planea en un largometraje que se permite readaptar al mismísimo Shakespeare explotando sus historias más sangrientas, su teatro de sangre, con largos parlamentos que, escuchados en inglés, sacan a relucir la musicalidad de un idioma que si no se enseña bien, uno termina por odiar.

Regreso, en definitiva, a mi ya lejana adolescencia recuperando una película que se ríe de sí misma pero que a la vez se toma muy en serio. Y quiero entender, mientras la observo, el valor que tenía aquel niñato que hacía lo imposible cuando le negaban lo posible.

Y aprecio que su debilidad por la señora Rigg no haya decrecido con el tiempo, y que ya desde ese entonces se pusiera del lado de Price y no de los cretinos que fueron incapaces de reconocer su talento.

Asumo, también, de donde procede mi afición por el cine británico, y su peculiar sentido del humor que en esta pequeña película termina con una frase que no voy a desvelar pero que dice mucho de los profesionales que están convencidos de su criterio.

Una película, Matar no matar, este es el problema, que para quien ahora les escribe es eso que unos denominan como película de culto.

Un título que, con todos sus inevitables defectos, despertó ideas a un niño impertinente que, treinta años después, descubre colorado que ya forman parte de su estrafalaria personalidad.

Tal vez y de tanto en tanto, un poco sobreactuada.

Saludos, ¡¡¡larga vida a Edward Lionheart!!! desde este lado del ordenador.

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