FIRMAS

El regreso de Mario Capricho. Por Irma Cervino

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Le costó más poner el punto final a su relato que a su matrimonio. Mario Capricho dejó de pensar en su esposa el día siguiente a la boda y, diez años después, cuando Bárbara le dijo que quería divorciarse, fue consciente de que aquel bulto con el que se tropezaba cada noche entre las sábanas era la mujer a la que había dado un sí quiero con las mismas ganas que se deja propina en un restaurante. Hacía apenas un mes que, consciente de que su marido no sentía nada ella, se había marchado de casa. Mario siguió escribiendo y no la echó de menos porque para él nunca había estado allí. Pasaban dos minutos de la medianoche, apagó el ordenador y, dentro, quedaron las 245 páginas de su libro a la espera de un último último repaso. Pronto estaría listo para llevar a editar.

La luna le acompañó hasta su habitación. Estaba realmente agotado y se quedó dormido antes de que su árida coronilla se desplomara sobre la almohada fría. Aun así, no descansó mucho porque, en cada uno de los sueños que tuvo esa noche, se vio a si mismo repasando mentalmente los diez capítulos de lo que muy pronto se iba a convertir en su nueva novela con la que quería recuperar la fama que había perdido después de quince años sin escribir. Con tantos sentimientos aleteando por su cuerpo, no tenía claro en qué parte del entusiasmo que le asfixiaba empezaba ya el miedo al fracaso y el terror al vacío.

Después de tres años intensos inmerso en una historia de amor y odio sentía un pánico terrible por volver a quedarse solo. No podía imaginarse su vida sin el sufrimiento de Hércules, el protagonista, un hombre raro de mirar al que todo le sale mal, al nadie quiere y que sueña con el amor imposible de Costanza que, sin embargo, solo tiene ojos para Otelo, el dueño de la mayor cadena de ropa de la comarca.
Cuando se levantó, la luna aun no se había marchado y, mientras se preparaba la primera taza de café no llegaba a entender por qué sentía tanta tristeza al tener que despedirse de ellos. Era absurdo aquel sentimiento pues, de alguna forma, todos se quedarían con él para siempre cosidos en un libro que guardaría como oro en paño en su mesilla de noche. ¿Por qué le ahogaba aquella desazón si podría encontrarse con ellos en las estanterías de cualquier librería? “No, no era lo mismo”, pensaba. Durante aquellos tres años, Mario tuvo la potestad de dirigir sus movimientos, su forma de ser, de pensar, de sentir, de vestir, de decir y de callar. Ahora, eran libres. El punto final les había dado la vida.

Le llevó toda la mañana y parte de la tarde corregir los últimos capítulos, poner algunas tildes, quitar comas y releer algunos párrafos. Era el trabajo que menos le gustaba hacer y se prometió que para su próxima novela echaría mano de profesionales de la corrección. Había oído hablar de lavadoradetextos.com y se arrepintió de no haber contactado con ellos a tiempo. Ahora estaría más tranquilo. Odiaba encontrarse con un error ortográfico. Pero la suerte ya estaba echada.

Regresó a casa tras una larga reunión con el responsable de la editorial que quedó en avisarle cuando todo estuviera listo. Sabía que la espera se le haría eterna. Al entrar en el portal abrió el buzón, recogió dos cartas del banco y, cuando fue a pulsar el botón del ascensor, le pareció extraño que estuviera parado en el tercero, su piso, pero el cansancio le hizo olvidarse de ese detalle durante el trayecto.

La misma luna de la noche anterior le recibió derramada sobre el sillón. Encendió la luz de la entrada y a punto estuvo de gritar cuando se percató de un cuerpo que esperaba sentado en una de las sillas.

– ¿Quién es usted? ¿Cómo ha entrado en mi casa?
– Buenas noches. En realidad, también es mi casa -le respondió un hombre de complexión ancha y unas gafas que resultaban ridículas sobre aquella nariz interminable.
– ¿Qué dice? Si no sale ahora mismo por esa puerta, aviso a la policía -le amenazó Mario.
– Pero, hombre, tranquilícese. Si nos conocemos de hace tiempo. Soy Hércules.
– ¿Hercules? -preguntó, a pesar de haber escuchado correctamente su nombre.

A Mario casi se le cae el corazón del pecho y un sudor frío le bajó por la espalda hasta detenerse en el tobillo y lo único que atinó a hacer fue rascarse la desabrigada coronilla.

– Eso es imposible. Usted… Hércules está sobre la mesa de mi editor.
– No, se equivoca. Me escapé. Estaba harto de Otelo y de pelear por el amor de Costanza. Ella nunca estará conmigo y usted es el único que me comprende. Sabe cómo soy, lo que pienso, conoce mis sentimientos. Por favor, necesito que me ayude a vivir.
– Esto no puede estar pasando. Si… si abandona mi novela, no hay historia. Usted es el protagonista. ¿No entiende que si no regresa, mi trabajo no habrá servido de nada?

A pesar de que estaba tratando de digerir aquella situación absurda, Mario sintió una especie de satisfacción incontrolada, pues mientras más miraba a aquel hombre más se daba cuenta de que era justamente como lo había imaginado. Era feo, ancho y sin forma definida pero era el Hércules que había creado para su novela. Después de un rato tratando de convencerle de que tenía que regresar a los papeles, desistió del intento y le preparó la cama del cuarto de invitados. En aquella casa, pasaron la noche los tres: Mario, Hércules y la luna.

El teléfono sonó a las siete en punto de la mañana. Era domingo y Mario corrió a contestar antes de que el insistente ring ring despertara a los vecinos. Al otro lado del auricular, su editor le decía no entender por qué la novela llevaba el nombre de alguien que no aparecía en ninguna de las 245 páginas. Como no podía explicarle que, efectivamente, Hércules se había fugado de su novela, Mario le pidió que dejara el documento y que el lunes a primera hora todo estaría arreglado. Necesitaba tiempo para convencer al protagonista de que regresara a la historia.

Durante el desayuno, Mario volvió a sacar el tema a su inesperado compañero de piso. Le intentó explicar que su vida estaba en aquella historia que tanto le había costado escribir y que, en apenas unas semanas, llenaría las mejores librerías de todo el país, que se haría famoso y los lectores le regalarían el calor y el amor que Costanza no le había querido dar. Mientras le imploraba sin éxito su regreso, recordó que Hércules tenía la manía de tocarse las gafas cada vez que hablaba y eso fue lo que hizo cuando le pidió que no insistiera, que ya había tomado la decisión. “No volveré”.

Aquella situación le tenía desbordado. Sin Hércules, su novela no tenía sentido. Sería un relato más entre un millón. Sin aquel personaje marginado, Mario Capricho no recuperaría su hueco entre los escritores de prestigio y esta era su última oportunidad. Desesperado encendió el ordenador y entró en la copia que había guardado. Efectivamente, Hércules había desaparecido. Durante unos minutos, dudó qué hacer hasta que un impulso acercó sus manos al teclado y sus dedos empezaron a bailar sobre las letras. Dos horas más tarde, agotado por el esfuerzo mental, Mario regresó al salón y se sentó a esperar.

El timbre de la puerta sonó. Mario se había dejado dormir en el sillón y no escuchó la llamada, así que Hércules tuvo que abrir. Por primera vez se sintió humano al sentir los latidos acelerados de su corazón. De pie, frente a él, estaba Costanza.

– He venido a buscarte. Otelo me agobia. No soporto estar tanto tiempo a solas con él. Necesito que regreses -le dijo aquella mujer de pestañas que no terminaban en ningún lugar y piel de porcelana.

Hércules no sabía qué decir. Costanza siempre le había rechazado. Se tocó las gafas y le invitó a entrar. Le acompañó hasta el sillón donde Mario permanecía dormido mientras se llevó el dedo índice a los labios. No quería que se despertara.

– No entiendo qué ha pasado para que hayas venido a buscarme -le dijo Hércules, sintiendo, por primera vez, algo de cariño por sí mismo.
– Yo tampoco lo entiendo. Fue anoche. Solo sé que me falta algo si no estás a mi lado -respondió ella y Hércules tuvo que sentarse para no caer desplomado al suelo a causa de la impresión de aquellas palabras- Otelo es perfecto pero eso me cansa. No quiero pasar el resto de mi vida con él, aunque solo sean 245 páginas. Necesito ver tu sonrisa, tu inmensa nariz, tus gafas, reírme de tus cosas, sentirme en una noria. Con él es como si navegara por un lago tranquilo y aburrido.

Por primera vez en tres años, Hércules sintió lo que era la felicidad. Se le hinchó tanto el pecho que a punto estuvo de explotar cuando se acercó a despertar a Mario para despedirse de él. Aun con los ojos soñolientos, el escritor cogió el teléfono y habló con su editor para decirle que ya todo estaba arreglado y que la historia había recuperado a su protagonista. El giro que le había dado a la historia la noche anterior había surgido efecto.

Seis semanas después, la novela ya estaba envuelta en tapas duras. Mario no había vuelto a hablar con su editor desde aquel domingo insólito. Confiaba plenamente en sus decisiones y esa mañana le llamó para avisarle que al día siguiente se encontrarían en el café de la esquina donde estaba anunciada la presentación del libro.

Cada vez que Mario abría el armario, se veía a sí mismo colgado en cada una de las perchas que aguantaban sus camisas y chaquetas. Sin saber por qué, se acordó de Bárbara, la que durante diez años había sido su mujer, y también de sus obsesiones; una de ellas, colocar la ropa por colores y formas. Las camisas a cuadros a la derecha, las de rayas en el centro y las lisas a la izquierda. Aquella manía había sido más fuerte que el divorcio y Mario escogió una camisa a rayas azules, del centro del armario.

Hacía viento. Las mesitas en el exterior del café estaban vacías y parecían tiritar. Mario sintió que caminaba por el abismo del fracaso y temió que nadie acudiera a la presentación de su novela. El frío le golpeaba en la coronilla e imaginó que, algún día, aquel aire gélido lograría entrar en su cabeza para matar todas sus ideas. Abrió la puerta de la cafetería y el bullicio caliente le hizo olvidarse de aquel estúpido pensamiento. Su editor levantó la mano y le indicó que se acercara. Allí sobre la mesa, estaba su novela. Le dio un abrazo y le susurró: “Eres un genio”.

Cuando el editor le hizo un gesto para que se sentara, Mario no había tenido tiempo de darse cuenta de que el lugar estaba abarrotado. Se arrepintió de no haber preparado unas palabras para hablar de su libro pero pensó que se dejaría llevar por la improvisación y, además, la auténtica fuerza estaba en sus personajes. Hablaría de ellos.
Justo en el momento en que el editor empezó a hablar para presentar el libro con el que regresaba Mario Capricho, se dio cuenta de que no llevaba el título que él le había puesto: “Hércules”. En letras doradas sobre un fondo gris, leyó: “Bárbara y Otelo”. Mientras su presentador le regalaba palabras bonitas al público, Mario aprovechó para ojear su libro y descubrió que Hércules y Costanza no estaban en él. Nunca regresaron. En cambio, Otelo se había convertido en el protagonista. Fuerte y decidido, aquel empresario se enfrentaba a su familia y a la posibilidad de perder una importante herencia por el amor de una mujer que había sido despechada por su marido. Esa mujer era Bárbara. Mario no podía creer lo que estaba leyendo. La que había sido su esposa había encontrado el amor entre las páginas de su novela.

La presentación del libro fue un éxito sin precedentes y, en solo dos semanas, se convirtió en número uno de ventas y hubo que lanzar una nueva edición. Mario había recuperado su prestigio como escritor por una novela que, al final, no era la que había escrito, aunque solo él había hecho posible el amor entre Otelo y Bárbara y entre Hércules y Costanza.

 

 

 

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