FIRMAS

Cuero y café caliente. Por Irma Cervino

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Cada vez que terminaba de colgar un cuadro, temía lo que venía a continuación. Durante los segundos que esperaba el fatal desenlace, le entraba un sudor seco, el aire empezaba a solidificarse al atravesar el conducto nasal y, cuando tenía que expulsarlo de nuevo, ya era una bola espesa que le aprisionaba el pecho y no encontraba forma de salir al exterior. Todo ese proceso duraba lo que tardaba Herminia -que tenía un oído finísimo- en ajustarse las zapatillas de dentro de casa y recorrer el pasillo hasta llegar al salón para supervisar cómo había quedado la obra maestra antes de que Armando se bajara de la escalera.

Colocada a un metro escaso de la pared, con los ojos estirados y los dientes prensados frenando la retahíla de palabras que tenía preparadas para disparar, su mujer torció la cabeza hacia la derecha, luego a la izquierda y volvió a repetir la misma acción tres o cuatro veces hasta que los separó los dientes y empezó a acribillar a su marido.

– ¿Es que no ves que está torcido? Lo has colgado más arriba de lo que te dije. No te centras. Mueve la esquina de la derecha hacia el mueble. Por favor, es que nunca haces las cosas bien.
– Herminia, está colocado en el punto exacto que me dijiste. Ni un centímetro más ni uno menos -se excusó su marido desde lo alto de la escalera, que comenzaba a estar inestable por el bamboleo de los nervios que recorrían todo su cuerpo- ¿no puede ser que la pared esté torcida?
– Armando no te inventes excusas estúpidas que sabes que se te ha ido de las manos. Te crees un manitas y lo que en realidad eres es un manazas- le recriminó.

La discusión se prolongó durante más de diez minutos hasta que por fin la bola de aire comprimido salió disparada, a modo de resoplido, del cuerpo de Armando lo que provocó que la escalera se desestabilizara y cayera hacia un lado. El golpe contra el suelo fue tan sonoro que Armando pensó lo escandaloso que era el orgullo y lo que dolía. Lejos de ayudar a su marido, que yacía tirado en una posición imposible, Herminia puso el grito en el cielo al ver la grieta que, al caer, había dejado la escalera en la pared.

– ¡Y ahora esto! Cuando te levantes, ya puedes ir arreglando la pared y colocando el cuadro como te dije desde el principio. Yo no puedo estar perdiendo el tiempo, controlando que lo hagas todo bien. ¡Qué desastre, señor! – y volvió a recorrer el pasillo en sentido contrario.

No había dudas: la vida era muy complicada, o al menos la suya. A veces tenía la sensación de que –aunque él era quien pagaba religiosamente todas las mensualidades de la hipoteca- aquella no era su casa porque no solo su mujer sino también su hijo Hermes se pasaban el día pidiéndole cosas imposibles y dándole órdenes: “no hagas esto”, “ponte aquí”, “quítate de ahí”. Hasta la mismísima Lali, la señora que venía a limpiar dos veces en semana, se había acostumbrado a tratarlo como un trapo, lo cual no le costaba mucho trabajo.

Cuando se recuperó de la caída y del dolor que se le había quedado en el orgullo, Armando se dio una ducha. Allí desnudo, se dio cuenta de que tenía un par de morados en las rodillas y algún que otro rasguño en los brazos. Nada grave. La herida que más le dolía era la que tenía en el corazón y se angustió al pensar que para eso no había cura. Se le había enquistado.

Herminia estaba en la cocina con Lali. Allí podían pasarse horas y horas hablando sin parar. Además, esa día tocaba limpieza a fondo y a las dos mujeres les encantaba sacar la suciedad a todo: desde los calderos, al gobierno, pasando por la vecina de enfrente. Armando pensaba que, en realidad, su mujer había contratado a Lali para tener con quien hablar. Ellos hacía tiempo que no lo hacían, al menos en forma de conversación. Herminia hacía su monólogo y Armando se defendía. Lo peor de todo es que Hermes había salido a su madre y no le tenía ningún respeto a su padre.

La ducha le había sentado como un pequeño bálsamo en medio de aquel huracán. Envuelto en su albornoz de algodón, abrió la puerta del armario y vio las horribles chaquetas a cuadro que Herminia le compraba siempre contra su voluntad. “Te hacen más elegante que tu andrajosa chaqueta de cuero”, le decía cuando llegaba a casa después de haberse pasado la tarde en Cortefiel. Pero a él le gustaba su nenita que era como llamaba a la chupa heavy que aun conservaba de su época de estudiante en la universidad. Recordó que había ido a comprársela acompañado de Lucas, su inseparable amigo de aquella época. “¿Qué habrá sido de él?”, pensó. Hacía más de treinta años que no se veían. Juntos habían pasado los mejores momentos de su vida. Luego, el destino hizo que cada uno siguiera rumbos diferentes y terminaron perdiéndose la pista.

Armando deseaba tanto volver a aquellos años. En su propia casa se sentía atado, casi muerto. No hacía lo que quería y nadie le respetaba. Rebuscó entre los trajes cuadriculados y allí estaba ella. La nenita, negra y brillante como siempre. Se quitó el albornoz, se puso unos vaqueros y una camiseta blanca y se colocó aquella reliquia de chaqueta.

Herminia y Lali habían cambiado la cocina por el baño pero la conversación seguía siendo la misma. La miseria humana. Allí permanecerían al menos otra hora más, así que Armando tomó la decisión de salir de casa sin que se dieran cuenta. Necesitaba respirar el aire de la calle, sentirse libre, vivo.
Aquella chaqueta le había dado la fuerza para hacerlo. Atravesó en silencio el pasillo y cruzó la puerta sin que nadie le oyera.

Camino sin rumbo fijo. Por unos minutos deseaba que nadie, ni siquiera su cerebro, le dieran órdenes. Solo quería estar con su nenita, envuelto en ella, recordar aquellas tardes en la universidad cuando, después de clase, se iba con Lucas a tomar unas cervezas. Sus pies le llevaron hasta el parque central. A esa hora de la mañana no había mucha gente y agradeció que tuviera más aire para respirar él solo. La terraza del lago estaba abierta y decidió sentarse a tomar un café.

– Buenos días, caballero. ¿Qué va a tomar? -le preguntó un camarero mientras le pasaba un pañito a la mesa.
– Un cafe, por favor.
– ¿Solo, con leche, templadito, con espuma?

Armando miró cómo la mano del camarero se elevaba desde la mesa hasta la bandeja que portaba en la otra mano, cogía un bolígrafo y aguardaba su respuesta.

– No sé. Tráigamelo como usted quiera -le respondió.

No estaba acostumbrado a elegir. Herminia nunca le daba opción. Le servía el mismo café aguado, frío y amargo todos los días y tampoco le permitía que él se lo preparara porque, según decía, se podía armar un lío con el fuego, romper la cafetera o derramarlo todo. Solo faltaba que en la puerta de la cocina su mujer colgara un cartelito que pusiera: prohibido el paso y, detrás, su nombre. Tampoco podía sugerir alguna comida que le apeteciera. Herminia decidía por él. “Eso no te gusta”, repetía cada vez que Armando proponía algún plato para el almuerzo.

El camarero volvió con el café.

– Le traigo azúcar, sacarina, y leche por si decide añadirle algo más. Espero que lo disfrute señor.

Tan solo apreciar el olor que salía de la taza le reconfortó. Cerró los ojos y se vio en casa de Lucas la tarde que regresaron de comprar la chaqueta de cuero. Apenas tenían 20 años. La madre de su amigo tenía la cafetera al fuego y el aroma que desprendía era el mismo que ahora salía de su taza. Se alegró al ver que el humo que emergía desde el café y se perdía en el aire aun llevaba las letras de la palabra libertad. Aquella tarde se habían reído tanto, yendo de tienda en tienda y probándose chupas de todo tipo, que la recordaba como una de las mejores de su vida. “Es preciosa. Ya tienes tu nena”, le dijo la madre de Lucas que tenía la costumbre de darle vida a todos los objetos. Y así se quedó. Desde aquel momento, Armando se refería a su chaqueta como su nenita. Cuando se casó con Herminia tuvo que guardarla en el armario y no sacarla nunca más. A ella no le gustaba nada. Le tenía celos y no soportaba ver a su marido en los brazos de otra. “Es horrible. Pareces un pordiosero con ella”, le dijo cuando empezaron a trasladar sus cosas a la casa que habían comprado. Desde aquel día hasta hoy, Armando, no había vuelto a ver más a nenita. Hoy se sentía a gusto en ella.

Saboreó el café y respiró todo el aire que pudo antes de reemprender el camino. Se despidió del camarero y le dejó varias monedas de propina. Si Herminia hubiera estado allí se habría enfadado con él. En realidad, él no se hubiera atrevido a dejar ni un solo céntimo. “¿Crees que somos ricos?”, le decía siempre, afeándole el gesto.

Estaba tan a gusto caminando por la ciudad que se despistó del reloj y pasaron tres, cuatro y hasta cinco horas desde que había salido de casa. No tenía ganas pero supo que sería mejor volver antes de que fuera más tarde.

Cuando abrió la puerta de casa, Herminia estaba dando vueltas como una desquiciada, mientras Lali trataba de calmarla.

– ¿Dónde se supone que has estado? -le gritó su mujer. ¿Has visto la hora que es?
– Salí a dar una vuelta.
– ¿Tú? ¿Y qué se te ha perdido ahí fuera? ¿Y qué haces con esa chaqueta? Dios mío Armando ¿por qué me tratas de esa manera? – dijo Herminia dejándose caer en el sillón como si acabara de recibir la peor noticia.

Armando no le dijo nada. Se fue a la habitación, se quitó la chaqueta, la colgó en la percha, entre los horribles trajes a cuadros y cerró el armario.
Cuando regresó al salón, Herminia seguía dando vueltas alrededor de la mesa.

– Que vuelva a ser la última vez que le da usted un susto así a su mujer. ¿Me oye? -le amenazó Lali.
– Solo fui a dar una vuelta. ¿Qué tiene eso de malo? -preguntó.
– Armando, no te pongas chulo. No puedes hacer las cosas por tu cuenta sin consultarme. Hemos estado a punto de llamar a la policía -dijo su mujer.
– Solo fui a dar una vuelta -repitió.
– Pues cuando vuelva a hacerlo, le pide permiso antes a su mujer ¿me oye? -le recriminó Lali, mientras cogía su abrigo y su bolso para irse a casa.

El resto del día transcurrió como siempre. Aburrido.
A la hora del almuerzo, todo fue igual. Herminia le sirvió a Armando la sopa fría porque decía que era malo tomar cosas calientes y tampoco le permitió que le añadiera sal. Como era habitual, él no insistió en calentarla ya conocía la respuesta: “¿Tú con el fuego? Olvídate. Podrías causar un incendio”.

Después de comer, Herminia aprovechó para planchar las camisas que hacía tres días le había comprado a su marido. También tenían cuadros. Enormes.

Armando pasó por la habitación y, esperando que su mujer no le viera, volvió a abrir el armario para despedirse de su nenita. Allí estaba sola, entre toda aquella ropa hortera y aburrida. Le cogió los puños y se los llevó a los labios pero el grito de su mujer le hizo volver a la realidad.

– ¡Armando!
– Ya voy, ya voy -dijo paciente. Cogió la escalera del mueble del pasillo y se marchó al salón a tratar de arreglar el cuadro torcido.

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