FIRMAS

Cuando crees que no tienes nada. Por Irma Cervino

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Humberto no podía seguir cargando con la culpa de lo que había hecho. Le pesaba como una loza sobre la conciencia y, después de varias noches dándole vueltas, había decidido que esa misma mañana lo confesaría todo. Desde aquel fatídico día se sentía incapaz de seguir adelante con su vida y apenas podía respirar con normalidad. Le faltaba el aire y el alma le ardía tanto que pensaba que, en cualquier momento, se quemaría por dentro. A veces, deseaba que eso ocurriera porque, de esa forma, no tendría que preocuparse más. Se sentía como si le hubieran instalado una moviola en la cabeza que se activaba a cada rato para rememorar aquella terrible escena en la que entraba en el despacho de su jefe y cometía el delito. De hoy no pasaría que lo confesara.

La cafetera empezó a gritar y Luisa corrió a apagar el fuego. Nunca llegaba a tiempo de que se derramara y el primer sorbo de café siempre era para la vitrocerámica. Echó un vistazo por la ventana y vio que su vecino salía, como todas las mañanas, con los niños camino del colegio. Envidiaba poder tener una familia y preparar un rico desayuno para cuatro, cinco o seis. Pero pensaba que la vida no le había querido dar esa oportunidad por algún motivo que ella no lograba encontrar. Miró el reloj. Se le estaba haciendo tarde. Si no llegaba antes de diez minutos, el padre Francisco la empezaría a llamar desesperado.

El día estaba desapacible. Aunque había dejado de llover, las hojas de los árboles aún seguían rezumando agua y el frío se colaba por cualquier rincón. Los dos monaguillos cruzaron la calle envueltos en sus abrigos y entraron en la iglesia cinco minutos antes de la hora prevista. Hoy tocaba limpieza a fondo y el montaje del belén. Lejos de verlo como una obligación, estaban encantados de hacerlo porque el padre Francisco no era como todos los curas. Era especial.

– ¿Dónde está Luisa? –preguntó un hombre alto, de pelo plateado mientras se arreglaba el alzacuellos.
En ese mismo instante las campanas empezaron a moverse para entonar las nueve en punto.
– Aquí, padre, aquí estoy –gritó una mujer enjuta, agitando los brazos desde la puerta, y con el mismo agobio que cuando corría a apartar la cafetera del fuego- lo siento perdí la guagua.


Luisa limpiaba la iglesia desde hacía cinco años. Esa fue toda la herencia que le dejó su madre que, durante cuarenta años, había hecho lo mismo: fregar el suelo, limpiar los bancos y pedir a Dios. No es que le gustara demasiado pero era lo único que tenía para poder pagar el alquiler del piso, unido a las tres horas semanales de plancha en casa de doña Herminia que le daba para completar. Todas las mañanas cuando abría los ojos, sentía que su vida era una penitencia por algo que había hecho. “Seguro que estoy pagando por ello”, se repetía sin lograr encontrar el pecaminoso motivo.

Andrés se miró la mano y vio que solo tenía tres monedas de cinco céntimos. Los últimos meses estaban siendo complicados. La gente ya no parecía tan solidaria y con lo que recaudaba en la puerta de la Iglesia apenas le daba para un vaso de leche. Humberto estaba tan nervioso que cruzó la puerta sin darse cuenta de que un hombre con la cabeza gacha le extendía la mano pidiendo caridad. Andrés pensó que, tal vez a la salida, le vería mejor y dejaría caer alguna moneda en aquella palma cuarteada por el frío.

En el interior de la iglesia un intenso olor a lejía escondía el habitual aroma a incienso. Humberto arrugó la cara mientras caminaba sin rumbo en busca del cura. Era la primera vez que entraba en aquel lugar y no sabía qué tenía que hacer. Él solo quería confesar su pecado. Miró a todos lados y pensó que acabaría como Jesús, crucificado.

– Disculpe señor, le importaría no pisar por aquí. Está mojado -le pidió Luisa agarrando el cubo de agua con el que Humberto había tropezado.
– Claro, yo… lo siento, no lo había visto. Perdón señora, busco al cura de la iglesia. ¿Sabría dónde puedo encontrarlo?
– Está en la sacristía. Alguno de los monaguillos que están allí montando el belén pueden avisarle si quiere.
– Gracias. Así lo haré -y se despidió dándole la mano.

Nunca antes nadie le había dado las gracias de esa forma. Luisa se llevó la mano al pecho y, por primera vez, en mucho tiempo tuvo la sensación de que no estaba sola.

Humberto llegó a donde estaban los monaguillos que discutían, cansados ya de colocar tanta figurita.

– Chicos, ¿alguno podría avisar al cura? – necesito hablar con él.
Los dos monaguillos sonrieron y sin decir nada salieron corriendo en busca del padre Francisco. Cualquier excusa era buena para dejar un rato el belén.

Mientras esperaba, Humberto se fijó en la cara de la virgen y San José: parecían felices. Hubo un tiempo en que él también lo era pero un día -no recordaba cuándo- todo cambió y se volvió infeliz. Pensaba que la vida estaba siendo injusta con él pero no encontraba el motivo. “Yo creo que, en realidad eres tú el que está siendo injusto con la vida”, le había dicho su último buen amigo antes de perderlo. No es que tuviera problemas. En realidad tenía todo lo que deseaba, menos la felicidad. Se sentía insatisfecho con todo. No le gustaba su trabajo, ni sus compañeros y no soportaba a su jefe, que siempre estaba de buen humor. Le mortificaba que las personas sonrieran. No entendía cómo podían hacerlo si él no era capaz.

– Señor, dice que ya viene -gritaron casi al unísono los dos niños que permanecieron con las manos cruzadas a la espalda hasta que apareció el párroco, mirando de reojo al belén y dejando escapar una sonrisa. Aquello parecía un mercadillo.

A Humberto también le molestó aquel gesto porque pensó que debía haberse enfadado con los niños después del desastre de belén que habían montado. Pero aquello no era asunto suyo y lo suyo sí era un asunto de vida o muerte.

– Buenos días ¿qué desea?
– Buenos días padre. Yo… verá… yo… -Humberto no quería que los niños le escucharan así que agarró al cura por el brazo y lo apartó a un lado – quiero confesarme.
– ¿Ahora?
– Sí puede ser, sí. Cuanto antes mejor.
– Bueno, no suelo hacerlo antes de las diez pero si tiene prisa, acompáñeme. Haré una excepción -y lo acompañó hasta el confesionario.

Humberto había visto en las películas que el cura nunca veía la cara del confeso pero le daba igual. Lo único que quería era deshacerse de aquella maldita carga que le estaba cortando la respiración. En aquel lugar todo estaba oscuro y el olor a lejía llegaba más intenso. Por un momento pensó que había entrado directamente en el purgatorio.

– Bueno hijo, tú dirás cuál es ese pecado que no puede esperar.
– Verá señor… esto padre. He robado -confesó Humberto por fin.
– Hijo mío. Ya sabes que eso está muy mal. ¿Qué has robado?
– Un décimo de lotería de Navidad. Se lo robé a mi jefe de su mesa cuando ya se había marchado a casa. Entré en su despachó y me lo llevé. Me da mucha rabia de que la suerte le sonría siempre a él. ¿Y yo qué? ¿Voy a seguir toda la vida viendo cómo los demás son felices?

El padre Francisco levantó las cejas y trató de calmarle.
– Tampoco es demasiado grave lo que has hecho. No te preoucupes.
– ¿Qué no? Padre son 400.000 euros.
– Eso está por ver. Hasta que no se celebre el sorteo no se sabe. De momento no es tanto. Son solo 20 euros. Tranquilízate. Has dado un primer paso: el arrepentimiento.
– Pero padre, he robado el número ganador.
– Hijo, no insistas. No te martirices. Hasta el día 22 no se sabe si será el ganador.
– Estoy seguro. Cuando lo compró, entró saltando y gritando que había comprado el número ganador.
– Bueno, bueno eso lo decimos, eeh… eso lo dicen todos. Anda, no te martirices más. Tienes dos opciones: se lo devuelves y aquí no ha pasado nada o asumes tu pecado y te arrepientes ante Dios. De todas formas, estoy seguro de que no será el número ganador -le dijo seguro de que el ganador sería el que él había comprado la tarde anterior -Cuando hayas decidido qué hacer, vuelve y pregunta por mí -le dijo el cura.

Humberto se quedó aturdido. Siempre había oído decir que los curas eran personas estrictas y no entendía la reacción de aquel hombre tan condescendiente. Salió de aquel lugar oscuro. Se despidió de los monaguillos y volvió a tropezar con el cubo de agua de Luisa.

– Vaya lo siento. Hoy no es mi día. Nunca es mi día.
– No se preocupe. Señor, ¿esto es suyo? Debió caérsele antes cuando tropezó con el cubo -le preguntó Luisa mostrándole un décimo de lotería.

Humberto vio que la mujer sostenía el número que le había robado a su jefe. Durante unos segundos, dudo si cogerlo pero pensó que, si no lo hacía, por fin se quitaría aquel peso de encima que tanto lo estaba martirizando. Si no lo cogía ya no tendría el décimo robado.

No, no es mío. Lo debe haber perdido otra persona. Que tenga buen día -y se volvió a despedir de ella dándole la mano.

Luisa le siguió con la mirada hasta que se perdió en la lejanía imaginando que aquel apuesto caballero le había pedido matrimonio. Cerró los ojos y fantaseó con que su vecino era ahora quien se asomaba a la ventana y la veía a ella salir de casa, con tres niños, camino del colegio.

Al cruzar la puerta de la iglesia, Humberto se encontró con la mano hambrienta de Andrés y dejó caer un par de monedas. El sol había salido pero sintió un frío intenso, así que se abrochó el abrigo antes de proseguir su camino.

Antes del mediodía los monaguillos ya habían terminado el belén. El padre Francisco les felicitó por el trabajo y les emplazó para el día siguiente pues tocaba ensayo de la misa del Gallo. Este año, tenía una sorpresa guardada para los feligreses.

El incienso volvió a recuperar su espacio en el ambiente de la iglesia, aunque el suelo revelaba que la lejía había tenido su protagonismo aquel día. Luisa guardó el cubo y la fregona y se cambió de ropa. En media hora tenía que estar en casa de doña Herminia donde le esperaba una docena de camisas, algunas de franela. Cerró el armario de la limpieza y al salir, en un costado del altar, vio el belén. No había orden. Como siempre, el padre Francisco había dejado libertad a los chicos. Estaba segura de que esa misma tarde, en la misa de las seis, doña Pura y don Julián se quejarían.

Antes de llegar a la puerta, Luisa miró hacia el altar y pidió fuerzas para seguir adelante. Se llevó a los labios la mano que Humberto le había tocado y deseó que fuera su marido.

Andrés aun seguía sentado en el escalón de la entrada con una mano extendida y la otra tratando de darse calor.

– Ya terminé por hoy. Volveré pasado mañana -se despidió del mendigo.
– Que tenga buen día señora.

Luisa siempre le dejaba alguna moneda, aunque fuera de las pequeñas. Abrió el bolso pero ese día no llevaba nada en el monedero, salvo el décimo de lotería que había encontrado mientras fregaba el suelo de la iglesia y que pensó se le había caído al hombre que hoy le había hecho feliz. Terminaba en dos. La combinación perfecta.
Sin pensárselo, extendió la mano y se lo dio a Andrés.

– Es lo único que tengo.

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