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Onmástica Constitucional. Por Santiago Pérez

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Este 6 de diciembre es la onomástica de una Constitución debilitada. Debilitada en su valor normativo, debilitada en su auctoritas, en su autoridad moral como símbolo de un gran pacto de convivencia entre las personas y los pueblos de España.

Siglo y medio después de la conferencia de Ferdinand Lassalle, el dirigente socialista que negó todo valor jurídico a las Constituciones de su época, afirmando que las cuestiones constitucionales son meras cuestiones de poder y que la capacidad reguladora de una Constitución no llega sino hasta donde coincida con las efectivas relaciones de poder existentes en un país, parece que volviéramos al punto de partida. Claro que la correlación de fuerzas no se mide hoy en términos de país, sino definitivamente en términos  globales.
El pacto constitucional, que fue un pacto político, está completamente agrietado, deterioradas las grandes decisiones que lo plasmaron en la Constitución, convirtiéndola  así en el centro de nuestro sistema jurídico, del orden político y del modelo de sociedad.
Dos episodios certifican este estado de cosas: las últimas reformas de los Estatutos de Autonomía y la Reforma constitucional exprés pactada entre Zapatero y Rajoy.
El Estatuto catalán abrió el camino a una reforma constitucional encubierta y a un nuevo desarrollo autonómico más allá de las fronteras de sí mismo. Durante el siglo XX los federalismos americano y  alemán han experimentado un fortalecimiento progresivo de las competencias de los órganos federales: el presidente y el Congreso de los Estados Unidos y el Gobierno y el Parlamento de la R.F.A.
El trasfondo de ambos procesos ha obedecido a similares razones: planificación e integración económica, corrección de los desequilibrios territoriales, igualdad de derechos de los ciudadanos y despliegue de los mecanismos del Estado social.
Sin embargo, el diseño constitucional abierto de lo que ha acabado siendo el Estado de las Autonomías, la posición de partidos  nacionalistas en el fiel de la balanza de la mayoría , gracias a la sobrerrepresentación que les concede el sistema electoral, y su expresa prioridad: construir su nación (Cataluña, Euskadi…), negándole toda entidad a España como comunidad política, han acabado convirtiendo al Estado autonómico en un exótico sistema político cuyas normas reguladoras tienden a disolverlo y no a consolidarlo.
Me han sorprendido las reacciones ante la Sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto catalán. La última, la del líder de los socialistas catalanes, Pere Navarro, calificando de “disparate democrático que unos jueces puedan enmendar lo que los ciudadanos habían votado” (El País, 21-XI-12). Lo que, a lo peor sin saberlo, ha cuestionado ha sido el valor de la constitución como norma jurídica, como norma fundamental. Es simplemente retrotraernos a las discusiones parlamentarias de la Segunda República, olvidando que la democracia constitucional no consiste sólo en el poder de la mayoría, sino en las garantías de los derechos individuales y los de las minorías. Europa  ha tenido que sufrir demasiadas tragedias para acabar entendiéndolo.
El Tribunal Constitucional, cualquiera que sean las interferencias de un sistema de partidos completamente asilvestrado   –no más intensas, por cierto, que las que afectan a otros órganos constitucionales–, no podía hacer otra cosa distinta de lo que hizo: preservar la Constitución poniendo la raya alrededor de competencias esenciales del Estado; porque despojado de esas competencias, el sistema autonómico se convierte en otra cosa de tipo confederal, a la que resultaría identificarla incluso como Estado.
El otro acontecimiento que ha quebrado el consenso constitucional ha sido la Reforma Constitucional para consagrar la estabilidad presupuestaria y la absoluta prioridad de la deuda pública como reglas de oro en la actuación de los poderes públicos.
El contenido y la tramitación de la Reforma no cumplieron ni uno solo de los requisitos que el propio Gobierno estatal consideraba imprescindibles en su comunicación al Consejo de Estado, en marzo de 2005: que respondiera a demandas efectivas de la sociedad, que fuera fruto de un diálogo intenso y sostenido entra las fuerzas políticas y la sociedad, que respetara los equilibrios en que descansa la Constitución y que se tramitara cumpliendo escrupulosamente los procedimientos establecidos.
Pues bien: la Reforma de un artículo perdido afectaba –y el tiempo así lo demuestra– a aspectos fundamentales del consenso y del texto constitucional: la cláusula del Estado social, legitimando la demolición de servicios públicos y programas sociales; la autonomía de nacionalidades y regiones (y la de las entidades locales) ahora intervenidas al socaire del nuevo artículo 135 y de la Ley Orgánica de estabilidad presupuestaria y sostenibilidad financiera que lo desarrolla; y la democracia pluralista, pues la ortodoxia neoliberal hecha Constitución permite cambio de gobiernos, pero obstruye la alternancia de políticas.
 Muchos pensamos que el procedimiento de Reforma fue un fraude constitucional: se tramitó como una reforma menor un cambio que dejaba tocado el núcleo duro, el especialmente protegido, el que plasmaba el acuerdo de la Transición. Se sofocó, gracias a la disciplina partidista, hasta la petición de someterla a referéndum.
La situación tiene arreglo, un arreglo imposible si no se  parte de un diagnóstico acertado. Mi diagnóstico es que la Constitución, y el sistema jurídico, social y político que en ella se sustenta está entrando en crisis, el acuerdo constitucional roto.
La solución debe ser política, o no será. Y debe partir por restablecer el consenso primordial: “España se constituye…”, porque tiene entidad propia como  comunidad política  para sustentar un Estado. Es imposible recomponer un proyecto común entre quienes aceptan esa premisa y quienes simplemente la niegan.
Ni afirmo que España sea una Nación, ni niego que algunas Comunidades territoriales lo sean. Esa es una discusión ideológica y, además, interminable.
Esa comunidad debe contar con Instituciones que garanticen las libertades individuales, la igualdad esencial de sus ciudadanos en el ejercicio de sus derechos y en sus condiciones de vida y el respeto a un pacto de convivencia entre los pueblos de España basado en el derecho al autogobierno y en la solidaridad.
Esa es la base de la Constitución, la que permitió aprobarla en un clima de grandes apoyos, consolidar su vigencia y su aplicación e irla convirtiendo en un símbolo colectivo. Justo lo que deberíamos estar celebrando, pero no está el ambiente para fiestas.  Ahora toca reconstruirla. Y nos jugamos mucho en la tarea.

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