FIRMAS

El poder de la mente. Por Irma Cervino

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No es que a Cordelia le gustara ver a su marido enfermo pero, cuando le daba algún achaque, disfrutaba diagnosticándole la dolencia y decidiendo por ciencia infusa qué tratamiento aplicarle. Casi siempre una infusión. Rodolfo lo aceptaba como si fuera la única opción que le mantendría con vida. Era un hombre gris y extremadamente hipocondriaco y confiaba en que su mujer atajara cuanto antes la enfermedad que según él le llevaría a la muerte inminente antes de llegar al médico. “Seguro que perezco por el camino”, decía cuando su mujer amagaba con acercarle al centro de salud.

Con el tiempo, la casa se había convertido en un hospital que nada tenía que envidiar al Ruber Internacional. Cordelia había habilitado varias habitaciones para los imprevistos sanitarios de su marido: desde la sala de primeros auxilios hasta una Unidad de Cuidados Muy Intensivos, pasando por el cuarto de rayos y la sala de reanimación. Ella siempre estaba alerta para atajar el próximo ataque hipocondriaco de Rodolfo. Mientras aguardaba ese momento, se entretenía en regar las plantas y arreglar los armarios, dos de sus pasiones.

La mañana había amanecido más fría de lo habitual. Cordelia llevaba un rato levantada y estaba en la cocina preparando el desayuno cuando escuchó un grito desgarrador que provenía de la habitación. “Aquí está”, dijo. Después de dos días y medio, tocaba otra enfermedad de Rodolfo.

– ¡Ya voy! -le gritó su mujer desde la cocina.
Cordelia se lo tomaba con calma y cierta filosofía. Solo tenía que ser comprensiva y no darle demasiada importancia. Apagó el fuego, apartó la cafetera, se puso la bata blanca y cruzó el pasillo en busca de la emergencia. Al entrar en la habitación se encontró a Rodolfo enroscado en medio de la cama y pataleando como un bebé.

– Rápido Cordelia, me voy a morir -le dijo con lágrimas en los ojos.
– No seas exagerado cariño. Anda ven, déjame ver qué te pasa. ¿Dónde te duele? -le preguntó como siempre.
– Tengo una presión aquí -dijo señalándose un punto cercano a la ingle.
– Ah… ni caso eso son gases. Te traeré un agüita de anís y se te pasará enseguida.

Cordelia es tan fuerte el dolor que creo que esta vez sí voy a morirme.

– Es un simple ataque de gases, no le des más vueltas.
– ¿Y sí es algo en el útero?
– Por favor, Rodolfo no desvaríes. Sabes que eso es imposible. Eres un hombre y no tienes útero. No empieces a decir cosas absurdas.
– ¿Y por qué sabes que no es el útero? Nunca me han mirado ahí dentro para ver si tengo o no un útero. ¿Y si lo tengo? ¿Y si a pesar de ser un hombre tengo útero? ¿Eh? -insistió.

Cordelia no le hizo caso y se marchó a la cocina a preparar la infusión. Aunque le gustaban esos primeros momentos de la queja, el diagnóstico y la elección del tratamiento, cada vez se le hacía más cuesta arriba hacer frente a las manías de su marido. Reconocía que realmente estaba enfermo pero no por nada físico sino de tantas vueltas que le daba a su cabeza inventando y temiendo tener algo grave. Su familia, amigos y vecinos llevaban tiempo diciéndole que lo llevara a un especialista pero ella creía que si lo hacía, lo encerrarían y se lo quitarían para siempre. No lo soportaría y por eso aguantaba.

La taza estaba tan caliente que a punto estuvo de dejarla caer al suelo antes de llegar a la habitación. Rodolfo seguía quejándose.

– Aquí tienes. Tómatela y verás que se te pasa.
– Cordelia no te quiero asustar pero también estoy mareado y tengo nauseas.
– Bueno, bebe y verás que enseguida se te quita todo -insistió la mujer.
– ¿Y si estoy embarazado? -preguntó Rodolfo.
– Pero, ¿tú estás loco? -Cordelia sí se enfadó esta vez- Ya está bien. Una cosa es que te duela esto o lo otro o que te encuentres mal pero pensar que estás embarazado ¡no! Eso sí que no. ¿Me oyes? Eres un hombre. Así que no empieces a inventar cosas imposibles.
– Cordelia por favor créeme. Llevo días con mareos y esa sensación que tenías tú cuando te quedaste embarazada de Julito ¿te acuerdas?
– Por el amor de dios Rodolfo, no sigas. No puede ser y ya está.

Este nuevo ataque hipocondriaco la estaba sacando de quicio. No sabía cómo manejarlo. Nunca antes su marido había perdido los papeles de tal forma.

Durante dos días, Rodolfo se negó a levantarse de la cama. Argumentaba que a su edad sería un embarazo de riesgo y que lo mejor sería hacer reposo desde las primeras semanas que eran las más complicadas. Cordelia decidió no hacerle mucho caso y proseguir con sus cosas. Aprovechó esos días para arreglar las macetas del balcón, sacar la ropa de invierno de los armarios y leer uno de los libros que tenía atrasado desde su último cumpleaños. Solo veía a su marido a la hora de la comida y por la noche cuando llegaba a la cama.

– He sentido una patadita -le dijo Rodolfo una noche cuando Cordelia se ponía el pijama para irse a dormir.
– Sabes que eso es imposible. Tú no puedes estar embarazado. Lo que tienes son gases y esa patadita que sentiste fue una burbujita gaseosa -le explicó ella con un despliegue de tranquilidad inaudito, mientras se metía en la cama y arreglaba la almohada.
– He estado pensando nombres. Si es niño me gustaría que se llamar…
– ¡Basta Rodolfo! -le interrumpió su mujer- estás loco. No estás embarazado. No puedes. Termina con esto ya por favor -le imploró.
– Pero ¿por qué no me crees? No es una invención. Es una sensación y si no llévame al médico y verás que tengo razón.

Cordelia tiró la sábana hacia atrás y se levantó de un brinco. Fue al salón, cogió el periódico, miró qué farmacia estaba de guardia, se vistió, cogió el coche y regresó en menos de veinte minutos a la habitación.

– Está bien. Veamos si estás embarazado o no. Ven conmigo -le ordenó a su marido que se levantó con dificultad como si tuviera ocho meses ya.

Cordelia cerró la puerta del baño y en cinco minutos volvió a abrirla para regresar a la cama. Estaba completamente pálida y apenas podía sostenerse de la impresión. El test de orina confirmaba que su marido estaba embarazado. Él no dijo nada. Tenía mucho sueño.

El siguiente día amaneció lluvioso y las temperaturas habían vuelto a bajar. Después de preparar el desayuno a su marido, decidió entrar en la salita de reanimación que había montado en el que había sido el cuarto de Julito antes de que se marchara a estudiar a Londres con una beca del Gobierno. Allí siempre sonaban delicadas notas de new age y olía a esencia de jazmín persa.

Cordelia se recostó en la camilla, respiró profundamente y empezó a llorar. No entendía qué estaba pasando. Era totalmente imposible, por no decir absurdo, que su marido estuviera embarazado; pero lo estaba. Y lo peor de todo no era eso. Lo que le mortificaba era pensar cómo había pasado y de quién sería ese hijo. El aroma a jazmín era tan intenso que por unos segundos se sintió uno de los pétalos y deseo caer al suelo marchitada para siempre. Los gritos de su marido le hicieron regresar a la realidad.

Salió corriendo de la sala de reanimación y llegó a la habitación exhausta.

– Cordelia, mira, mira mi barriga. Ha crecido durante la noche.
– Claro Rodolfo. Estás embarazado. Suele pasar. No te preocupes -trató de tranquilizarle antes de que le diera otro de sus ataques.
– Estoy preocupado porque no sé cómo voy a dar a luz este bebé. Soy un hombre. No tiene por dónde salir. Cordelia por favor, ayúdame. ¿Cómo lo haré?
– No hay problema. En tu caso se haría una cesárea. No es ningún problema. Lo más difícil ya ha pasado- dijo con cierto retintín.

Los meses fueron pasando y el embarazo de Rodolfo siguió hacia adelante. Al octavo mes, Cordelia le recomendó que se levantara y caminara un poco pues los pies se le estaban hinchando y era bueno que hiciera ejercicio. Además, todo iba bien y no corría ningún riesgo. Lo peor fueron las últimas semanas cuando al futuro papá le entraron los antojos. Repudió las lentejas, el queso, las llamadas de su suegra y el color de pelo de Cordelia que tuvo que cambiar su caoba por un castaño intenso.

Mientras Rodolfo se sentaba todas las tardes a ver la tele con un bote de 450 gramos de helado de gofio sobre su inmensa barriga, Cordelia pasaba las tardes en el cuartito de la plancha donde había decidido montar un salita de preparación para el parto. Allí, días después comenzó a realizar ejercicios de respiración con su marido.

Poco a poco, la casa se fue llenando de cosas para el bebé: la cunita, el cochecito, sabanitas, mantas, baberos y ropita bordada con la inicial del pequeño: la R de Rodolfo. Si era niña, ya pensarían qué nombre le pondrían.

A falta de una semana para el parto, a Rodolfo le entró un ataque de pánico.
– ¡Cordeliaaaaa! Rápido, ven.
– ¿Qué pasa? ¿Ya viene? -preguntó ella a punto de asfixiarse tras la carrera por el pasillo desde el salón.
– No, no. Todavía no. Cordelia, ¿y si no estoy embarazado y son gases? -preguntó.
– ¿Qué? Por favor Rodolfo cálmate y deja de estar pensando tonterías. Mírate esa barriga. Los antojos, las pataditas, el test… ¿Qué más quieres para confirmar que estás embarazado? Tranquilízate.
– Quiero una taza de anís. Igual todo esto son gases y el anís me los quitará.

Con tal de no escucharle más, Cordelia se marchó a la cocina a prepararle la infusión para los gases. Rodolfo se la bebió y se acostaron a dormir.

Los golpes de las gotas de lluvia que se atropellaban unas a otras al caer sobre la calzada despertó a Rodolfo que se levantó a mirar por la ventana. El agua corría por la calle y algunos jardines estaban inundados. Había llovido toda la noche. Se dio la vuelta para avisar a su mujer pero ella ya estaba despierta y, al ver a su marido, dio un grito terrible.

-¡Rodolfo! Tu barriga
Impactado por el aullido de su mujer, se tocó la barriga y sintió que había desaparecido. Caminó hacia el espejo y allí se vio como estaba nueve meses antes.
– Te dije que eran gases. ¿Lo ves? -y se acercó a ella para que le tocara.
Cordelia no entendía nada y no sabía si reír o llorar. Ella había sido la primera en diagnosticarle que eran gases pero él había insistido en que se trataba de un embarazo y luego, aquel test, lo había confirmado. Se estaba volviendo loca.

Rodolfo se miraba una y otra vez al espejo dando vueltas sobre si mismo. “¡No estoy embarazado!”, gritaba. Hacía años que no se le veía tan feliz.
“Hoy preparo yo el desayuno. No te levantes”, le dijo a su mujer.

Los siguientes días Cordelia los pasó en la Unidad de Cuidados Muy Intensivos. Se le había subido la tensión y la historia absurda del embarazo de su marido le había creado una especie de bola angustiosa que se le había encajado entre el pecho y el estómago. Ahora era Rodolfo el que se encargaba de cuidarla a ella.
– Y si lo que tengo es un ataque al corazón -apuntó Cordelia
– No cariño. Son solo nervios. Tú tranquila. Te voy a hacer una tila y verás cómo se te quita.

Y Rodolfo se fue a la cocina a preparar la infusión.

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