FIRMAS

El cuco. Por Irma Cervino

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Herminia esperaba ansiosa, embutida en su viejo sillón a cuadros de orejas inmensas. En dos minutos, el reloj de cuco entonaría las cinco y, entonces, casi al unísono, sonaría el timbre de la puerta. Era lo que ocurría cada tarde. Aunque los dos eran siempre puntuales, ella no podía evitar impacientarse pensando que, algún día, él no llegaría. Hacía más de diez años que no pisaba la calle y no imaginaba cómo podía ser el mundo fuera de casa.

Su nieta le contaba que, la vida era una jungla donde las personas se enfrentaban en duras batallas contra los vehículos y contra ellos mismos por sobrevivir. Esa descripción le hacía mucha gracia y le parecía un poco exagerada. Estaba segura de que la niña ponía mucho de imaginación para justificarse cada vez que llegaba pasada la hora que sus padres habían fijado de regreso a casa. “Abuela, ¡no veas cómo está el tráfico! Los coches ya no paran cuando se pone el semáforo en rojo”. Herminia se reía con sus exageraciones pero, cuando se quedaba a solas con la noche, pensaba que igual tenía razón y que ese mundo, que ella había dejado de lado, ya no tenía nada que ver con el que vivió durante setenta años.

Volvió a mirar el reloj. Apenas se había movido, pero sabía que faltaba un minuto exacto. Se estiró la falda y se dio cuenta de que estaba arrugada. Le dio la sensación de que era un espejo y que los pliegues que allí veía eran el reflejo de los de su cara. Se acomodó la rebeca, se retocó el pelo y sacó un pañuelito del bolsillo con el que se secó la nariz. Las tardes empezaban a refrescar. Volvió a mirar el reloj y, esta vez, el viejo cuco salió para contarle que ya eran las cinco. Sonó el timbre.

Herminia apoyó los brazos en los del sillón, se inclinó hacia delante y logró despegar su cuerpo de los cuadros verdes y morados del cojín, impulsada por un jadeo. Se apoyó en el bastón y, arrastrando los pies, llegó hasta la puerta.

– Buenas tardes padre.
– Buenas tardes Herminia. Ya estoy aquí.

El hombre de sotana depositó su maletín en la entrada y se dirigió a una repisa de madera que había colgada entre dos cuadros. Abrió la puertecita de cristal y cogió un pañito blanco y una copa plateada. Mientras, Herminia ya estaba de regresó al sillón y, allí, se dejó caer como si fuera un saco de arena, soltando un suspiro. Cada día se le hacía más complicado moverse pero se resistía a no hacerlo.

– Ya podemos empezar –dijo el padre Joaquín y Herminia juntó las manos y bajó la cabeza.

Desde que dejó de salir a la calle, el padre Joaquín acudía a su casa. Herminia era una mujer muy religiosa y, cuando el médico le dijo que no podía salir más, ella le amenazó con dejar de respirar. Su hermana, que vivía en Toledo, a donde se marchó a vivir en 1947 cuando se casó con un militar, consiguió que la parroquia de los Santos Ángeles Custodios le asignaran al padre Joaquín para que cada tarde fuera a darle la misa a domicilio. “Mi hermana no ha faltado ni un solo día a la iglesia desde que cumplió 18 años; por favor tienen que hacer algo, si no, se morirá del disgusto”, le contó llorando, por el teléfono, al cura párroco.

La misa se había alargado unos minutos pero el cuco no se atrevió a interrumpir y esperó a que el padre recogiera la mesita, guardara el crucifijo y diera la bendición a la mujer que, haciendo otro ingente esfuerzo, se incorporó para acompañarle hasta la puerta. Fue entonces cuando el cuco abrió la ventanita y asomo tímidamente para dar las seis y cuatro minutos. El canto no era tan alegre como el de hacía una hora. En ese momento, se cerró la puerta y la casa volvió a quedarse en silencio. Solo se escuchaba el toc… toc… toc… toc… del bastón y la respiración agitada de la mujer.

En la casita de madera, el cuco parecía no querer entrar hasta asegurarse de que Herminia se encontraba de nuevo a salvo entre los cuadros del sillón. Echó una mirada y vio cómo la mujer ladeaba la cabeza y cerraba los ojos. Estaba cansada pero feliz porque otro día más había podido acudir a misa. El diminuto pájaro sabía que, en breve, se quedaría dormida como cada tarde, así que no cantaría las siete sino que esperaría a las ocho, pues era cuando la anciana acostumbraba a preparar la cena. Después de diez años, la hora que más le gustaba cantar era la de las cinco de la tarde.

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