Más que con Mr. Bean, a mi Cecilia Giménez me recuerda a Peter Sellers en El Guateque. Ya saben, la famosa escena en el cuarto de baño donde el extra hindú invitado por equivocación a una fiesta de alto copete de Hollywood, hace algo así como la II Guerra Mundial con cuadro incluido.
Si no lo recuerdan, el cuadro se cae en la cisterna y el actor lo desdibuja con papel higiénico hasta transformar lo que era pintura figurativa en una borrosa abastración que se asemeja bastante a lo que ha hecho Giménez con el Ecce Homo del Santuario de la Misericordia en Borja obra de Elías García Martínez.
Pintura que graciasl al involuntario acto de buena fe de Giménez, ha puesto a Borja en el mapa del mundo y que su particular y, digamoslo de una vez, peculiar restauración forme parte de las estrafalarias curiosidades de un país que, debe ser cosa de la prima de riesgo, regresa a sus orígenes con este desaguisado.
Es decir, que vuelve a esa España profunda que fue capaz solo con pan y con vino de hacer la Reconquista.
Esa España, en definitiva, que la literatura y el cine español de nuestro tiempo evita como si fuera la peste pero que está ahí, latiendo a golpe de esperpento porque semos diferentes.
Y en unos tiempos donde esa diferencia la marca la Iglesia –recordad el affaire Códice Calixtino– ¿por qué hacer mofa de la visión o reinterpretación, que dirían los especialistas, de un cuadro al que devoraba la húmedad?
Pensad que ese Cristo que recupera Cecilia Giménez, con permiso de don Elías, es como una de las caras de Bélmez, otro misterio mayúsculo de la España gótica en la que vivimos, solo que en el caso de Cecilia hay firma. Un autor.
Una señora, Cecilia Giménez, que si hubiera justicia en este mundo debería de reivindicarse como artista naïf garante de lo mejor y peor que guardamos los que aún nos consideramos –y con la voz bien alta– españoles.
Entiendo así el calvario al que está siendo sometida esta señora como una víctima de la incompresión de los cafres que hacen burla fácil de lo que no entienden aunque, por paradójico que resulte, ellos mismos formen parte de ese universo en el que habita una devota jubilada que por hacer el bien, con la aquiescencia del párroco, hoy es filón de chistes que resaltan su presunta torpeza en cuestiones de arte.
¿Arte?
Lo que me irrita, molesta de verdad en todo este linchamiento es que empiezo a ver a Cecilia como uno de esos toros a los que colocan fuego en su cornamenta o tiran al agua gentes igual de decentes que, como los mismos bromistas que explotan la poca ciencia de la señora en restaurar el Ecce Homo, no hubieran puesto el grito en el cielo ni crucificado con gracias si nadie antes les hubiera convencido de cambiar de parecer.
Que no es lo mismo que perecer.
Gracias a Cecilia, muchos seguimos sosteniendo que España es diferente. Y tal y como están las cosas, bastante diferente a lo que esa Unión Europea de mercaderes está empeñado en convertirnos.
Saludos, ¡Cecilia Giménez, veinte premios Nobel!, desde este lado del ordenador.
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