FIRMAS

Libre. Por Irma Cervino

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Las ventanas no se habían vuelto a abrir -desde aquella calurosa tarde de verano en que falleció don Ezequiel- por orden expresa de su esposa que no quería que se escapara su olor, lo único que ya quedaba del hombre con el que compartió más de media vida. Durante los días que siguieron a su muerte, doña Petra vagaba envuelta en negro por la casa en busca de los efluvios etéreos que el difunto había dejado impregnados en cada rincón y pudo encontrar un oasis para su pena en las cortinas del salón, donde el terrateniente agotaba las tardes eternas agarrado a una copa de whisky.

Ella se sentaba ahora en su sillón de terciopelo rojo y se abrazaba a las colgaduras de cretona, recorriéndolas de arriba abajo con su nariz, como si pensara que su alma se hubiera quedado allí enquistada. Pero el tiempo se lo lleva todo y la fragancia del difunto acabó desprendiéndose de las paredes, de los muebles y de las propias cortinas y se diluyó en el aire. Doña Petra tuvo que pasar entonces por un segundo luto y las ventanas no volvieron a abrirse nunca más para evitar que el aire que contenía a su marido se escapara. La viuda lo prohibió terminantemente y la casa quedó teñida de negro. De nada sirvieron los intentos del obstinado sol que cada mañana insistía en buscar alguna rendija despistada por la que colarse en el interior. Era imposible.

Doña Petra era una mujer rígida, exigente con los demás y despiadada consigo misma. Nunca se miraba al espejo: se odiaba. Quienes trataban con ella coincidían en que su carácter había empeorado tras la pérdida de su marido y su único hijo, Fidel, le tenía un respeto que rozaba el miedo. Ella dirigía su vida y sus sentimientos.

La finca donde vivía era enorme. Su marido la había heredado de un tío de su bisabuelo, que se había marchado a Cuba a luchar en la Guerra de los Diez Años, de la que nunca regresó vivo. Don Ezequiel, acostumbrado al trabajo duro del campo, logró sacar de aquel trozo de tierra una hacienda enorme en la que construyó la casa en la que crió a su hijo, hasta que éste terminó marchándose, huyendo del autoritarismo enfermo de su madre. Diez años después de la muerte de su marido doña Petra seguía sola en aquella inmensa casa que solo compartía con Aurelia y con su viejo perro Quijote.

– Pero, ¿qué hace esa ventana abierta? ¡¡Aurelia!! ¡¡Aurelia!!
Unos pasos atropellados cayeron por la escalera y llegaron al salón.

– ¿Qué pasa señora? ¿Está bien? ¿Qué ha sido? -preguntó una mujer de unos sesenta años con cara de angustia.

– No me lo puedo creer ¿Por qué has abierto esa ventana? Dime. ¿Por qué? -le demandó totalmente desquiciada.

– Doña Petra yo no he abierto ninguna ventana. No se me ocurriría después de lo de su difunto -y corrió a cerrarla, volviendo a dejar en negro el salón que, por unos minutos, olió a sol.

– Esto es increíble Aurelia. No sé cómo ha sido pero ha pasado y no quiero que vuelva a suceder. ¿Me oyes?

– Sí, señora. No volverá a ocurrir.

Doña Petra levantó la barbilla como solía hacer cuando daba una orden y salió de la habitación tratando de contener la rabia. No podía soportar la idea de que aquella ventana abierta se llevara los últimos recuerdos de su marido.

 

 

Sola, en medio del salón, Aurelia se quedó paralizada, pensando qué podía haber ocurrido para que aquella ventana se abriera después de diez años. Antes de irse a acostar, recorrió toda la casa y comprobó una a una el resto de ventanas. Todas estaban con los párpados bajados. “Supongo que se habrá aflojado el fechillo. Mañana llamaré al cerrajero”, pensó camino de la cama.

Afuera, el sol comenzaba a despertarse y encender el cielo, mientras la luna se iba difuminando a lo lejos. Alertado de la llegada del nuevo día por el canto de los pájaros, Quijote salió por la pequeña trampilla de la puerta de la cocina y comenzó a corretear por el infinito campo de la finca.

Aurelia ya estaba en pie. Se levantaba antes de que amaneciera aunque, dentro de aquella casa, nunca se hacía de día. El café estaba al fuego y olía a tostadas. Quijote entró corriendo y se echó bajó la mesa con la respiración entrecortada por el cansancio. El ruido de la cafetera, colando el café, asustó al perro que empezó a ladrar y no dejó escuchar el “clonk” de la tostadora que acababa de liberar las dos rebanadas de pan. Aurelia no entendía porqué seguía asustándose con el sonido de la cafetera cuando era el mismo ritual de todos los días, desde hacía más de veinte años. “Este perro está loco”, decía mientras apagaba el fuego y servía el pan en un plato. Todo volvió al silencio habitual de la casa pero solo por un instante porque, en la distancia, se escuchó el grito desgarrador de doña Petra.

– ¡¡Aurelia!! ¡Ven aquí inmediatamente!

La pobre mujer se limpió las manos en el delantal, se secó la frente con la manga izquierda y salió corriendo hacia los gritos de su ama.

– Señora ¿qué ocurre?

– ¿Qué te dije anoche, Aurelia? ¿Qué te dije? Que no quería volver a ver abierta esa ventana y mira cómo está -chilló desaforada señalando la cortina que bailaba al son de la brisa mañanera.

– Doña Petra, le juro que anoche la cerré con el fechillo y comprobé que el resto de ventanas de la casa estaban también cerradas. Yo… no… yo no sé… no sé que puede estar pasando. No lo entiendo – y corrió a trancarla con un golpe seco que hizo que Quijote llegara ladrando al salón.

– Si no sabes qué ha pasado, averígualo antes de que me enferme. Dios mío, tantos años protegiendo a mi marido ¿para qué? -la mujer se dejó caer en el sillón donde años atrás don Ezequiel solía ahogar sus penas en un Jack Daniels.

Tras volver a comprobar que las veinticuatro ventanas de la casa estaban herméticamente cerradas, Aurelia regresó a la cocina. Después de recoger los restos del desayuno y preparar el horno para la carne, decidió ir a comprobar cómo se encontraba doña Petra. No la encontró en el salón, ni tampoco en el viejo despacho verde. Subió a su habitación y la encontró descansando sobre la cama con la cara oculta entre sus manos. “Cuando le ataca la rabia no se aguanta ni a si misma”, pensó Aurelia que la conocía demasiado bien. Bajó de puntillas las escaleras para no despertarla y, al llegar al último escalón, vio que algo se movía dentro del salón. No era Quijote porque podía escuchar su respiración desde el otro lado de la casa. Caminó sigilosa y pegada a la pared, temerosa de encontrarse con algún ladrón o, tal vez -pensó- con el mismísimo espíritu de don Ezequiel. Creía que aquel hombre seguía en la casa. El corazón de Aurelia llegó unos segundos antes que ella al salón. Estaba desbocado y temía que con tanto silencio la misteriosa sombra pudiera descubrirla por el bum bum bum que le golpeaba el pecho. Al entrar en la habitación, su asombro fue mayor.

– ¡Señorito! ¿qué hace aquí? Me ha dado un susto de muerte -y se agarró el pecho con las dos manos como si tratara de evitar que se le cayera el corazón.

– Hola Aurelia, siento haberte asustado -corrió hacia la mujer y le cogió las manos entre las suyas- Por favor, no le digas a mi madre que estoy aquí. No quiero verla. Solo he venido a terminar algo que debí haber hecho hace mucho tiempo.

Aurelia se dio cuenta de que Fidel, el hijo de doña Petra y don Ezequiel, había sido quien -tanto la noche anterior como esa misma mañana- había abierto la ventana.

– ¡Cuántas ganas tenía de volver a verle! -exclamó la mujer que no dejó reposar a su corazón pues, tras dejar salir el miedo lo llenó de recuerdos. Aurelia había sido quien, en realidad, había criado a Fidel. Durante dieciocho años había calmado sus llantos, había compartido sus carcajadas, sus amores pero, sobre todo, lo había protegido del autoritarismo desmesurado de su madre.

– No puedo quedarme mucho tiempo. Necesito que me ayudes, por favor -le imploró el joven.

– De acuerdo, pero cierre esa ventana. A su madre no le gusta que esté abierta. Desde que murió su padre han permanecido cerradas a cal y canto.

– Precisamente por eso he venido. Necesito sacar a mi padre de aquí.
Aurelia volvió a escuchar de nuevo el bum bum bum en su pecho.

– Pero su padre está muerto -le dijo con delicadeza.

– Eso ya lo sé, mujer. Yo mismo cavé buena parte de la tumba debajo del castaño.

– Entonces, no entiendo a qué se refiere.

– Necesito liberar el recuerdo de mi padre de esta casa. Dejarlo libre para que yo también pueda disfrutar de él. Desde su muerte, se quedó aquí encerrado para siempre. Tiene que salir de aquí y por eso abrí la ventana.

 

 

Quijote también se había unido a la reunión del salón. No ladraba. Parecía entender que no debía hacerlo para no despertar a doña Petra. Se acercó a Fidel y se echó a sus pies. Aurelia también se quedó a su lado y le dio un abrazo como aquellos que le daba cada tarde, cuando regresaba de la escuela con su maletita a la espalda y los calcetines arrugados en los tobillos.

– Si eso es lo que quiere, de acuerdo. Le ayudaré a abrir todas las ventanas -dijo la mujer haciéndole una seña a Quijote que entendió que debía apostarse en la puerta de la habitación de doña Petra y ladrar si se despertaba.

En menos de cinco minutos, Fidel y Aurelia habían abierto todas las ventanas de la casa y ésta empezó a llenarse de sol y cantos de pájaros. Una ligera brisa atravesó las cortinas y se detuvo a acariciar cada rincón de la casa que comenzaba a recobrar vida. Fidel respiró profundo y sintió que estaba recuperando a su padre. Aurelia cerró los ojos y evocó el rostro redondo y abigotado de don Ezequiel y la sonrisa de buenos días que le daba cuando, cada mañana, ella le acercaba su café con tostadas. Ahora, su corazón parecía el suave vaivén de las olas del mar.

En apenas unos minutos, la casa volvía a estar a oscuras y en silencio. Fidel se despidió de Aurelia. “Gracias por ayudarme a liberar a mi padre. Me lo llevo para siempre”, le dijo y le dio un beso en la mejilla.

Quijote levantó la oreja derecha. Doña Petra se movía en la cama.

El mediodía caía sobre el castaño de la finca. Dentro, en la casa, bajo la oscuridad, doña Petra bajaba las escaleras camino del salón desde donde llamó a Aurelia.

– ¿Has comprobado que las ventanas están bien cerradas?

– Sí, señora. Están herméticamente cerradas. No se preocupe. No hay quien las abra. Enseguida la comida estará lista.

Aurelia regresó a la cocina. A pesar de tanta oscuridad a su alrededor, aquel día se sentía feliz pero, sobre todo, libre para recordar también a don Ezequiel que ya no estaba allí.

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