FIRMAS

El primer desembarcadero del puerto de Santa Cruz. Por José Manuel Ledesma

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La primera preocupación de los conquistadores fue la de poseer un puerto, secundada por la intención de defenderlo, pues ya en 1464 Sancho de Herrera, el señor de las Canarias, había levantado una torre destinada a la protección del desembarcadero en la zona de Bufadero, aunque su permanencia sería breve porque los guanches la echaron abajo en un arrebato contra los abusos e injusticias de aquellos foráneos ocupantes.

Treinta años después (1 de Mayo de 1494) el primer Adelantado, Alonso Fernández de Lugo, eligió para el desembarco dos puntos que presumía escondidos; así pues, por la caleta de Negros -actual Parque Marítimo- entraron 1.200 soldados, y por el puerto de Caballos -hoy Muelle de la Hondura- las 155 monturas. Desde allí, los forasteros se dirigieron al lugar de ocupación guanche de Añazo, con el objeto de confirmar las paces con los de Anaga y establecer en la desembocadura del barranco del mismo nombre -posteriormente de Diego Santos, compañero de aventura del Adelantado- el Campamento del Real de la Conquista. Luego, el día tres de dicho mes y año, oficiaron una misa para conmemorar tal fundación. A partir de estos instantes, y de acuerdo con nuestro célebre historiador Viera y Clavijo: «aquella ribera se instituló PUERTO DE SANTA CRUZ, en alusión al madero cruciforme que traían consigo».

A pesar de que este primer puerto, en la playa de Añazo, era inseguro, permitía el anclaje y varado de las embarcaciones a un tiempo que la llegada de personas y mercancías; además, sus condiciones geográficas lo convertían en estratégico, pues de todos los puertos naturales de Tenerife era el único que permitía un fácil acceso a la Capital (La Laguna) -cruce de caminos que llevaba a todos los rincones de la Isla- a la vez que desde su Baluarte vigilaban los posibles ataques de los Menceyes de Anaga, Tegueste, Güimar,…
Superada la fase de la Conquista comienza el período de colonización y de organización socio-económica, y con ello, ante la inexistencia de vías terrestres, el inicio de las comunicaciones marítimas. Por tanto, el interés del Adelantado y de los primeros comerciantes se centró en la consecución de un muelle donde pudiesen embarcar y desembarcar las lanchas. Desde esos momentos comenzaría a gestarse en Añazo el futuro Puerto y Lugar de Santa Cruz.

Maqueta de Santa Cruz de Tenerife en 1797.

 

Primer muelle
Los barcos debían esperar la marea propicia para llevar a cabo la varada; por consiguiente, y dado que era preciso dotar a Santa Cruz de un puerto más seguro, Fernández de Lugo concedió (1502) licencia de construcción a dos vecinos, Francisco de Medina y Fernando Castro -del gremio de los taberneros- a cambio del cobro en la carga y descarga. Para hacer este primer muelle eligieron la laja que, situada al Norte de la Playa de la Carnicería junto a la ermita de la Consolación, formaba la caleta de Fernando Castro -no debe confundirse con la caleta de Blas Díaz-, que cuatro años más tarde (1506) ya se denominaba PUERTO REAL DE ESTA ISLA.

Con el fin de lograr tan deseado propósito, el Cabildo envió (1526 y 1527) dos mensajeros a la Corte: Juan de Aguirre y Francisco de Lugo, con la petición de que «en el Puerto de Santa Cruz, que es el PUERTO PRINCIPAL, donde hay mayor carga y descarga, hay mucha necesidad de hacer un muelle para reparo y cargazón de los navíos que van a las Indias». No obstante, hubo que esperar hasta 1548 para que empezara a fabricarse un muelle con piedra de cantería extraída del Barranco de Santos.

Pero ni la ubicación ni la obra, mitad de mampostería y mitad de madera, solucionaron el problema, pues los trabajos que se efectuaban un año se destrozaban al siguiente, debido a que los embates de las olas desprendían los tablones allí clavados, arruinándolo todo; asimismo, se requería un sitio por donde los pasajeros pudieran descender tranquilamente a tierra, al igual que acabar con el trasbordo de las lanchas hasta el costado de los navíos, donde a veces un golpe de ola volcaba a la gente, fardos y géneros. Aunque su reparación se acordó en octubre de 1551, según consta en la sesión del Cabildo del día 31, en el mes de julio del año siguiente (1552), al parece a causa de la mucha mar, la débil construcción volvió a sufrir otro serio desperfecto.

Así, para poder terminar el muelle se pidió a la Corona (1564) la concesión de las penas de cámara por un período de treinta años, que el Rey sólo aprobó por seis, y si bien las tareas se dieron por concluidas en 1583, en las postrimerías del siglo el Cabildo manifestaba: «el muelle se ha rendido por las avenidas».

Con este panorama, el refugio de la Caleta continuaba siendo lo mejor que se tenía para el atraque, sin embargo su poco fondo hacía imprescindible una periódica limpieza y drenaje, pues los marineros, llegando a aquel surgidero, echaban al agua las vasijas rotas con las que lastraban sus navíos; llegaron a ser tantas las ánforas que en 1510 el Cabildo se quejaba: «los navíos deslastraban en el mismo surgidero echando las jarretas quebradas, lo que redunda daño al puerto y a las amarras de los barcos».

 

 

Muelle Viejo
El primitivo muelle de Santa Cruz se destruyó por completo en el temporal del año 1600, o como decían los regidores: “seguramente con los despojos de su propia ruina, se había tupido”. Esta situación provocó las quejas de los mercaderes, motivando que los gobernantes bajaran al puerto el 3 de febrero de 1604 y llamasen a peritos, forasteros y vecinos del lugar, quienes de común acuerdo, consideraron que debía abandonarse el de la playa de la Carnicería y construirlo «en una punta que nace detrás de la fortaleza vieja y que entre todo lo que pudiera en la peña hacia el mar, pues está protegido de los vientos dominantes, fondeadero con calado suficiente y la costa fácilmente abordable al estar formada por pequeñas playas». Pero lo único que se hizo, puesto que el recién ideado proyecto no llegó a ejecutarse, fue, excavando en las rocas de la Laja de San Cristóbal y aprovechando los materiales del primitivo embarcadero, improvisar escalones que con los pies de amarre posibilitaran la reanudación del comercio.

Todos estos avatares obligaron a que durante más de una centuria, las operaciones portuarias se efectuasen por la caleta de Blas Díaz -conocida más tarde como la caleta de la Aduana o simplemente La Caleta- hasta la llegada (1723) del Comandante General Lorenzo Fernández de Villavicencio, Marqués de Valhermoso, el cual se caracterizó por su entusiasmo en defender los derechos de la pequeña villa costera en menosprecio de los puertos de la Orotava y Garachico, defensa encubridora de su afán de lucro que le animó a cambiar su residencia, hasta entonces en La Laguna, e instalarse en el santacrucero Castillo de San Cristóbal.

El puerto se mantendría en las referidas circunstancias hasta mediados del siglo XVIII, cuando el Comandante General Andrés Benito de Pignatelly promovió su creación de acuerdo con el proyecto del Jefe del Real Cuerpo de Ingenieros de Canarias Antonio Riviere, y del Ingeniero de S.M. Miguel Benito de Herrans. Fue así que en 1741 se emprendió la extracción de las anclas hundidas en la rada, a consecuencia de los naufragios y combates. Dos años más tarde, el Monarca aprobó en Aranjuez la idea de Pignatelly pero la realización de las obras se llevaron a cabo durante el mandato de sus sucesores, José Masones de Lima y Luis Mayony Salazar.
En 1747, Juan de Urbina, Comandante General de Canarias, ciñéndose a las Ordenanzas del Rey Carlos III concernientes a la regulación de las obras portuarias que debían construirse a costa de los arbitrios o caudales públicos de carácter local, reunió en su domicilio a los mercaderes más importantes de Santa Cruz con el fin de impulsar los trabajos del muelle nuevo, para lo cual estableció bajas contribuciones sobre los barcos procedentes de América, los que cubrían el tráfico insular, las lanchas de la Caleta, la exportación de pipas de vino y los comercios o tiendas; la única discrepancia de la junta mercantil se produjo acerca del lugar de ubicación del muelle, puesto que unos querían emplazarlo en el arrecife inmediato a la Aduana, mientras que otros lo preferían junto al Castillo de San Cristóbal, prevaleciendo este último criterio.

 

Muelle nuevo
Los planos del nuevo muelle, trazados por los Ingenieros Militares Francisco La Pierre y Manuel Hernández, fueron aprobados en la Corte a principios de 1750, iniciándose rápidamente las obras, en cuyo expediente se lee: «En la Laja de San Cristóbal sobre una escollera de piedra perdida, establecida parte en una roca y parte en la arena, revestido de sillería de basalto, extendiéndose perpendicularmente a la dirección de la costa rematado por un martillo en forma de media luna para abrigo de las escaleras de acceso»…

La mencionada Laja de San Cristóbal sería trascendental para la historia del Puerto de Santa Cruz. Tenía forma de h y gracias a su anchura pudo edificarse la ermita de la Consolación, que luego sería sustituida por el Castillo Principal. Para llegar a ella, desde el Sur, se debía cruzar el barranco de Santos y pasar por la playa de Añazo, utilizada como varadero a la vez que para carga y descarga, así como por la caleta de Blas Díaz, que hacía al mismo tiempo las veces de puerto de abrigo y desembarcadero, sirviéndole dicha laja de dique de protección.

Las tareas quedaron concluidas cinco años después (1755), mas cuando iban a cimentar el martillo de media luna, con la intención de aumentar las defensas de la Plaza, se le ocurrió al Comandante General construir una batería en la cabecera del muelle; sin embargo, estando aún recién hecha la obra, la mar embravecida a causa de un vendaval, le originó considerables destrozos. Se produjo entonces el retorno a la metrópoli de Juan de Urbina, marcha que supuso la paralización de los trabajos. Ante esta situación, se pensó que las olas irían arrancando lentamente los trozos de la mutilada escollera, pero en esta ocasión el muelle dio muestras de extraordinaria solidez y ni el paso de los años ni las aguas arrastraron más sillares de los que había desprendido el temporal.

El sucesor de Urbina, Pedro Rodríguez Moreno, no se preocupó del muelle en absoluto, aunque, por fortuna, si lo hizo el siguiente, Domingo Bernardi, quien anticipando su dinero y con la promesa de ayuda de los representantes del mundo mercantil tinerfeño, contrató a Luis Marqueli y Joseph Ruiz para que reanudaran la obra, la cual se interrumpiría nuevamente con su muerte en 1767.
El nuevo Comandante General de Canarias Miguel López Fernández de Heredia, llegó en 1768 con el deseo de imponer un nuevo tributo al objeto de concluir la tarea comenzada por Urbina; así pues, reunió al gremio de comerciantes en su casa y, una vez conseguidos los donativos, les planteó el restablecimiento de los antiguos arbitrios, encontrándose con la oposición rotunda del vecino de La Laguna y personero del Cabildo, Amaro José González de Mesa, actitud que no modificó la decisión del Sr. Heredia, de modo que ordenó que se levantase el plano del muelle y que se planificase en su remate una batería cerrada por una sólida muralla semicircular con siete troneras para sendos cañones; sin embargo, no pudo ni tan siquiera iniciar los trabajos, ya que las quejas presentadas por González de Mesa, quien opinaba que era mejor hacer el muelle en la caleta de la Aduana, incitó al Supremo Consejo de Castilla a pedir informes sobre el particular.

Con toda la información recibida el fiscal del Consejo decretó «que se reconstruyese el muelle del Puerto de Santa Cruz de Tenerife, con la sola salvedad de que las obras las costearan los comerciantes y acaudalados del lugar y que fuese reprendido el personero por su falta de respeto y actitud descortés para el Comandante General».

Fernández de Heredia fue reemplazado en su cargo por Eugenio Fernández de Alvarado, Marqués de Tabalosos, el cual volvió a impulsar el proyecto y solicitó al Rey la urgente reparación del embarcadero que Urbina había construido.
De esta forma, el muelle se mantuvo sin alteraciones hasta que en 1784 el Comandante General Miguel de la Grúa Talamanca, Marqués de Branciforte, celebró en su vivienda una junta de vecinos y mercaderes, durante la que, con más fortuna que sus predecesores, consiguió llevar adelante la ejecución del puerto aplicando gravámenes en la entrada y salida de navíos hacía América, a los vinos, a las barcas, a las tiendas y a las bodegas.

Las obras, encomendadas al Ingeniero Militar Andrés Amat de Tortosa, se terminaron en 1787 habiéndolas centrado en la cimentación, construcción y ampliación del martillo del muelle -emplazando en su frente una batería para siete cañones protegida por un recio muro con troneras-; en el cambio de la disposición de sus escaleras, de manera que se comunicaran unas con otras; en la conducción subterránea de agua, al objeto de que los navíos pudieran abastecerse; en la edificación de una casilla para los oficiales del resguardo; y por último, en la colocación en su pavimento de unos cajones, a modo de pretiles, con el fin de sostener las tierras.
De esta manera, el Puerto de Santa Cruz de Tenerife sería el primer muelle fabricado en el Archipiélago Canario que se convertiría en el centro neurálgico de una red de tráfico de cabotaje que unía, de forma deficiente y temporal, las diferentes Islas.

 

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