FIRMAS Salvador García

Memoria versus olvido. Por Salvador García

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La primera cuestión es discernir para quién hablamos: si para quienes ya han leído la novela o para quienes aún no conocen su contenido o se han enterado de su publicación mediante la convocatoria de este acto. Seguro que en el auditorio hay personas de ambos bandos, así que hemos procurado hilvanar ideas que sean apreciaciones o interpretaciones del texto y, a su vez, incitadoras de su lectura o alicientes de los múltiples descubrimientos que se hacen en la obra. Hablemos, pues, para todos.

Una obra ambientada en La Orotava de los primeros tiempos de la posguerra española pero concebida y elaborada en una suerte de tercer tiempo, casi setenta y cinco años después, liberadas casi todas las ataduras pero aún con ciertos atavismos, ya con una amplia perspectiva para imaginar y construir los pasajes novelados pero todavía con varios claroscuros, mejor dicho, aún con sombras que desnudan el miedo del que hablan el propio autor y algunos críticos, que afloran la necesidad del anonimato, del respeto elevado hasta el cambio de identidades y acaso de no querer desvelar parentescos o vínculos porque siguen esas sombras alargándose hasta nuestros días.
¡Ah! La memoria y sus ambientes. Escrita y publicada en nuestros días, La lista es la novela que faltaba, la creación literaria que nos acerca a la sordidez de aquellos años, la que nos estuvo vetada, intocable, la que mantuvieron convenientemente oculta, alejada o deformada.
Una creación que fue desbordando, seguro, la propia experiencia personal de quien concatenó los testimonios y las versiones de la tradición oral, de informaciones y leyendas de todo (que no era mucho) lo que se transmitía -hablen quedo, no eleven la voz, esto llévatelo a la tumba- y de todo lo que fue conociendo hasta interconectarlo y procesarlo en silencio. Esa obsesión de Juan Bosco por las imágenes literarias le impulsa no sólo a redactar un texto que no se detiene ni hace pausas innecesarias sino a secuenciar los hechos con un rítmico sentido lógico e instantáneo. Imaginar y escribir, además, sin que falte el rigor histórico.
Puede que le reprochen al autor en este sentido, en el de haber hecho demasiadas concesiones o el de haberse desviado. Pero no: la novela no se le ha ido de las manos a Juan Bosco. El suyo es el retrato de una época, de un ambiente, de unos hechos combinados con eventos ficticios. Es un retrato descriptivo hasta la minuciosidad: “El almuerzo comenzó a la hora prevista. A pesar de las carencias de aquellos días que afectaban, sobre todo, a quienes figuraban en la relación de familias pobres del Ayuntamiento, y a pesar de las restricciones del racionamiento, en la mesa clerical no faltaba ni vino ni pan ni buenas tajadas de carne de conejo en salmorejo y grandes canastos de papas bonitas. Eran casi veinte comensales que, además, disfrutarían de café, copa e incluso puro, en algunos casos.
Mientras medio valle comía a base de gofio, leche y pan, el clero llenaba la panza con los presentes con los que la aristocracia compraba su silencio y sus bendiciones. Vinos de buenas cosechas, papas negras, plátanos, aguacates, naranjas, tomates, gallinas… Nada faltaba en la mesa particular de la mayoría de los que se congregaban en torno a aquella otra en el barrio realejero de la Cruz Santa. El poder se despacha en bandejas de plata. Los pobres, la mayoría, no conocían ni el poder ni las bandejas de plata pero en sus tazones de cerámica barata y en sus humildes tesoros de alpaca no había atisbo de confabulación ni existían briznas de pecado de omisión…”.
La lista es la obra pendiente de una época que supusimos pero que ahora está en páginas impresas y la conocemos o contrastamos con más fundamentos. Una época tenebrosa, de oscurantismos y temores, de silencios impuestos, de habladurías y conjeturas, de tramas insondables. Juan Bosco, como si quisiera dar respuesta a la pregunta del concejal republicano Wenceslao Martín, “-¿Cómo pueden tener la conciencia tranquila?”-, como si nos la trasladara, intenta desentrañarla, con el mismo lenguaje de los protagonistas, el más llano de los más desfavorecidos y el más culto y refinado de las clases pudientes que se convierte en vulgar y soez, por cierto, cuando de seleccionar víctimas y ejecutar se trata.
Lo consigue. Desde la llegada del fraile Lucas, el protagonista, el personaje principal, al puerto de Santa Cruz de Tenerife, donde le aguarda el conductor de un camión “…entrado en años matando ojalás nacidos de su desespero…” -qué aserto tan ilustrativo-; y desde el relato del atentado fallido contra Francisco Franco, justo un mes antes de su alzamiento, producido en medio de la solemnidad del Corpus orotavense después de que el militar, con escoltas, admirara las alfombras, cumpliera con el ritual de asomarse al balcón del Ayuntamiento y siguiera desde la casona de los Brier el cortejo procesional. Contemplaba “desde la distancia la gran custodia de plata trepando por la inclinadísima calle Colegio”, cuando el brazo con un arma que apuntaba a Franco desde un balcón cercano nunca consumó su intención.
De haberlo hecho, es la cuestión subsiguiente, ¿se hubiera cambiado el curso de la historia? “En las calles del pueblo -se lee en la novela- podía haberse alterado el destino de España”.
Pero hablábamos de desentrañar, por ejemplo “…un pueblo dominado por familias de abolengo en el que muchos ejercían la solemnidad como una necesidad…”; o este otro relativo a la diferencia de clases en La Orotava que “se ponía de manifiesto de las maneras más inverosímiles. La plaza de La Alameda, el principal lugar de esparcimiento popular, estaba dividida en dos: por un lado paseaban los ricos y los que tenían algún tipo de poder; por el otro, los pobres. Es más, la terraza del bar del quiosco tenía unas mesas de madera medio destartaladas para la clase baja y otras mesas con tapa de mármol para la clase alta”.
Juan Bosco, así, nos traslada a los escenarios de su trama en la que quiere situarse en el fiel de la ineluctable balanza, adelantándose incluso a los acontecimientos. Leamos:
“Tras la procesión del Cristo a la Columna la noche del Jueves Santo del treinta y ocho, Luis Pastrana regresó a su casa apretando en su mano la efigie que pendía de la cinta de terciopelo verde de la hermandad a la que pertenecía desde hacía cuarenta años. Se encerró en su despacho. Extrajo de un cajón una libreta de cuentas nueva. La abrió por la mitad. Tomó su pluma. De otro cajón sacó un sobre de gran tamaño que contenía todos los mensajes inculpadores recopilados hasta ese momento. Lo vació a su derecha. Tomó uno entre los dedos y comenzó a anotar. Esa noche, ochenta y seis seres humanos quedaron marcados con la mancha de la sospecha. Todos serían vigilados, controlados y, si hiciera falta, aniquilados”.
Era aquella lista, “una amalgama de formas de sentir e impresiones de gente corriente, trabajadora, sencilla; una tela tejida por el delicado hilo de la libertad, que vagaba al viento como un diente de león, lejos de quienes más la añoraban, que también eran quienes más la malversan y negaban, porque la creían inalcanzable”.
En la trama aparece otro personaje destacado, Rosa Pastrana, hija del conde de Tres Cantos, para ser lado de un peculiar triángulo amoroso y para asumir un papel activo a la hora de evitar los asesinatos de ochenta y seis personas por parte de los adictos al régimen, leitmotiv de la novela.
Estos escenarios despliegan la visión del autor. En ellos se suceden la intimidación y las suspicacias, el inmovilismo, el afán de aniquilamiento… El terror envuelve la convivencia a medida que nada se sabe y nadie quiere saber ni decir nada de una oleada de misteriosos asesinatos en la Villa que son la expresión de la inmisericorde represión. En seguida se advierte la confabulación para preservar el secreto: el fraile Lucas no se resigna, a pesar de la incomodidad que genera en sus círculos más próximos y en aquella sociedad elitista, y cuando cae en sus manos el listado con los nombres de las personas que los franquistas quieren liquidar, el empeño en salvar sus vidas alcanza ribetes de ingenio y heroicidad. Rosa adquiere plena conciencia de que en sus manos está contribuir a esa salvación, por eso confía plenamente en Lucas.
Advertir, informar, anticiparse… Los movimientos en las penumbras, las conversaciones a duras penas inteligibles, los despistes, las trampas, las escapadas bajo las piñas de plátanos, los pasadizos, los túneles y los ardides como disfrazarse o suplantar personalidades para adecuar convenientemente lo que serían secuestros preventivos constituyen la urdimbre de un propósito muy claro: salvar a quienes unos pocos, sin legitimidad y sin moral alguna, han condenado a muerte por la vía rápida, no importa que sea el día de la Romería.
Juan Bosco va aumentando el nivel de la intriga y de la pasión enhebrando situaciones que culminan en el intento de evacuar de una tacada a veintitrés de los condenados en una barcaza que espera en el viejo muelle del Puerto de la Cruz. Uno no soporta la presión y les delata. En las cuevas de la azotea de la isla se van sucediendo, a ritmo trepidante, entre lágrimas, desprecios y desgarros, los disparos y los empujones del martirio. El conde de Tres Cantos se revuelve en su obcecación y acaba con la vida de Lucas. Su hija, no encontrada, “rota de dolor y con el amor herido para siempre”, salvó el pellejo.
“Había muerto la esperanza y, con ella, la dignidad”, escribe Juan Bosco en otro pasaje de la novela, calificada valiente por el crítico Eduardo García Rojas. Por eso mismo, engancha, subyuga (Eligio Hernández dixit), penetrando en los problemas y en las situaciones con apreciable belleza literaria donde antes nadie o muy pocos se atrevieron a hacerlo. La esperanza y la dignidad, igualadas en un trance mortífero, parecen querer resistir acaso porque el autor encontró esa visión valiente de la vida, la de un hombre o de unas personas luchando contra la adversidad. Es como la confesión del autor checo Milan Kundera, en su Libro de la risa y el olvido, a propósito de la lucha del hombre contra el poder: “Es la lucha de la memoria contra el olvido”, sentenció. Juan Bosco agita y refresca la memoria. El olvido, capitidisminuido.
Este es, en todo caso, el pugilato, que no el maniqueísmo. Es la cuestión de fondo, la pugna por quebrar de una vez la desmemoria, sobre todo, la impuesta. Novela historiada o historia novelada, lo cierto es que estamos ante una narración muy sólida y muy bien trabajada, plagada de aspiraciones más que de ambiciones, la principal de las cuales estriba precisamente en evitar que la historia, en especial la documentada, quedara relegada.
La lista, como es fácil colegir, es fruto de una densa investigación que se encamina hacia el impacto poco visible o casi desconocido de la represión, aquí donde no hubo contienda. No hay otro afán que un deber moral, explica el propio autor cuando “las personas conocen la verdad de la vida, lo saben; sólo que unos saben que la saben y otros no”.
Por eso Juan Bosco niega el maniqueísmo que advierten algunos intérpretes de su texto que prefiere impregnar -lo confiesa en una de las múltiples entrevistas que ha concedido en los últimos meses- de un propósito de exorcizar a personajes que desfilan con toda su crudeza, pasada y presente, y de demostrar que “el perdón está cosido a la piel de quien lo ejerce”, frase que le cambió la vida, según admite, después de que alguien le subrayara la trascendencia de ese argumento.
Buscaba un marco emocional y lo encuentra y lo desarrolla en los cuarenta y dos capítulos de la novela. Que nadie vea en sus más de cuatrocientas páginas un factor disuasorio. Al contrario, después de su lectura, parecerá haber vivido lo que nos contaron, lo que escuchamos con mayor o menor interés, lo que imaginamos y lo que sabíamos que sucedió pero que el manto de silencio y el miedo, con su opresión, apenas dejaban acercar. No estaba escrito.
En ese marco están las emociones perseguidas por Juan Bosco, las que le hicieron llorar o reír en el momento de escribir o de alumbrar su imaginación, y las que seguro producirá en el lector que descubrirá esa dimensión del miedo que sólo se palpa en las criaturas literarias. “El miedo es ese pequeño cuarto oscuro donde los negativos son revelados”, afirmó el escritor e investigador fotográfico Michael Pritchard.
Mucho miedo durante tanto tiempo. Con sus secuelas, que aún transpiran. Menos mal que la esperanza y la dignidad, aunque maltrechas, resisten, aún viven. En sus pliegues puede penetrar el lector seguro de superarlo desde la libertad, desde la interpretación crítica y desde la óptica de una novela a cuyo autor y a su firma editorial agradecemos la oportunidad de haberla presentado, con la sana intención de estimular su lectura. La lista, de Juan Bosco, es el eslabón que faltaba. Si un buen libro, en palabras del pedagogo y escritor norteamericano Bronson Alcott, es aquel que “se abre con expectación y se cierra con provecho”, tengan la plena seguridad que éste es uno de ellos.

¡Ah!, por cierto, gana la memoria.

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