La mirada inexpresiva y distante de una madre desmadejada, haciendo cola con la cartilla de racionamiento en la mano, es un panorama profundamente desolador
En blanco y negro se puede reconstruir toda su historia. Se puede intuir cómo olería su cocina, la ropa que conservaría por pura nostalgia, de las personas que ya estarían a su lado. Y la contenida tristeza que destilaría al hablar con su hijo. Un niño retraído acostumbrado a verla llorar.
Las miradas son historias contadas y escuchadas en un solo fogonazo, vidas sentidas al minuto. Sin razonamientos ni tortuosas explicaciones, nos hacemos personas recorriendo las profundidades de las vidas de otros, en ese fugaz instante en que nos encontramos sus miradas y oteamos el océano de vivencias insinuadas. Mirar y ser mirado son de los primeros pasos en el camino de la socialización.
Es algo que hacemos desde muy pequeños a pesar de que nadie nos lo ha enseñado. Al poco de nacer somos capaces de reconocer el rostro de nuestra madre y diferenciarlo de otras personas, y algo más tarde logramos hacer otra distinción fundamental, reconociéndonos distintos de ella. Caemos en la cuenta de que somos distintos de ella y de todos los demás y poco a poco, no sin cierto dolor, empezamos a decir «Yo». A reconocernos como alguien separado de los demás, que reacciona ante ellos y los influye. Al menos eso es lo que afirma George H. Mead, un científico social de los años 30, que consideraba la relación con distintas personas el modo como vamos elaborando una versión de la realidad que llamaba «el otro generalizado», a partir de la cual obtenemos los guiones para la conducta en las diferentes situaciones y por tanto, el modo como los individuos nos hacemos humanos.
A la fuerza, es la mirada la forma más básica de comunicación. Mirar a los ojos es entrar en el espacio privado de la subjetividad de una persona con algún propósito; normalmente, leer sus intenciones respecto a uno, para poder regular la relación o protegernos Pero esta es una aplicación escasa, utilitaria y cortoplacista, que ha obstaculizado seriamente el desarrollo de esta competencia.
Considerar la vivencia de ser niño, de ser enfermo, de ser ejecutivo o de estar perdido, como unas experiencias que se hacen públicas en el momento del encuentro, en el mirarse, otorga a las relaciones una dimensión nueva y las sitúa en espacio de la cooperación y la compasión, o como se dice en la psicología, para evitar las connotaciones religiosas, en la «empatía».
La «empatía» es la capacidad de alcanzar la compresión profunda de lo que ocurre en el interior de otra persona, tal y como esa otra persona lo está viviendo, hasta el punto de llegar a experimentarlo, y no simplemente entender su posición, como se suele creer. Es hacer resonar en tu cuerpo sus vivencias como si te hubiera ocurrido a ti. Una competencia para la que estamos dotados por naturaleza como demuestra el hecho, constatado por todos, de que los niños reaccionan llorando en presencia de otro que llora y vomitando si ven a otro haciéndolo, sin que medie justificación alguna.
De ahí la tesis que vengo a defender centrado en las relaciones sociales. Es necesario dejar de soslayar al otro, dejar de darlo por conocido. Resulta urgente abrir los sentidos a las personas y empezar a acoger su subjetividad y sus circunstancias en toda su amplitud. Momento a momento, adoptando una posición legitimadora de su versión de la realidad para propiciar un diálogo basado en una comprensión mutua, profunda.
No solo para facilitar la cooperación y el diálogo, sino porque, de hecho, la empatía produce bienestar y felicidad. Pocas experiencias hay en la vida tan benéficas como alcanzar una comprensión profunda de los demás, tal y como demuestran los recientes experimentos sobre la felicidad realizados con un monje budista llamado Matthieu Ricard, quien ha logrado puntuar con valores extremadamente altos, en los indicadores de felicidad medida científicamente, cuando meditaba centrado en la experiencia de Compasión, o empatía generalizada, o como diría Mead, en «el otro generalizado».
El hombre más feliz de la tierra, conocido hasta ahora por la ciencia, es aquel que con mayor intensidad piensa en los demás.
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De acuerdo con el concepto de empatía que nos das en este artículo. Pero hasta que punto debemos empatizar con el otro??? si es en grado sumo, al final estás desprotegido. Por lo que añades al final, la persona más feliz es aquella que con mayor intensidad piensa en los demás, por esa razón yo debería ser la persona más feliz en esta tierra y no lo soy porque nunca me protegí, es más terminas perdiendo tu identidad. Un saludo
Sentir profundamente el mundo interior de los demás no supone dejar de estar en contacto contigo mismo. Solo supone negociar tus necesidades atendiendo a las de la otra persona. Porque hacerlo ignorándolas propicia el fracaso y el dolor. Hay que se empático con uno y también compasivo. Gracias por el comentario, es de los que animan a pensar nuevamente.
En una vida basada practicamente en los monólogos, una mirada, mirar y ser mirado, como dices tú, un diálogo fugaz, puede ser muy profundo y llegar al alma, enseñando más que mucha palabrería dicha frente a frente pero «no acompañada» de miradas.
Partiendo de que una mantenga un diálogo sincero con su mirada y no se autoengañe, es una gozada empatizar con los demás en los buenos y placenteros momentos de la vida, y en los no tan buenos pues estás ahí plenamente también, a pesar del dolor. Pero pienso que el camino para empatizar de forma natural y espontánea a veces no resulta fácil, cuando no has acogido del todo tu subjetividad y no has abierto todos los sentidos….