Toda ciudad es el escenario de deseos y recuerdos de sus habitantes, nos aclara Italo Calvino en su famosa obra “Las ciudades invisibles”. Su esencia es secreta al paseante distraído, pero la elegancia o modestia de sus edificios, el bullicio de sus plazas y calles, la luz de sus parques y avenidas nos hablan constantemente de esa alma urbana y en ella nos reconocemos desde la niñez, sin darnos cuenta. Esto sucede también con Santa Cruz de Tenerife, ciudad marítima por excelencia.
En estos días presenté en Madrid, en la Casa de Canarias, la primera novela de Jesús Villanueva, “El fuego de bronce”, de la editorial Libroslibres. A sus cuarenta y cinco años, el autor, chicharrero de pro, empresario, poeta y colaborador asiduo de este periódico, demuestra nuevamente su gran dinamismo, al encararse en un libro de setecientas páginas al hecho de armas más importante de los anales de Tenerife: la victoria de la isla sobre la escuadra de Nelson en 1797.
Emplea, con acierto, una doble perspectiva en su discurso literario de setecientas páginas. Por un lado, narra los antecedentes y pormenores del combate, a través de sus protagonistas: el contralmirante Nelson, el general Gutiérrez, oficiales, marineros, soldados, artilleros, milicianos y paisanos. En esta recreación histórica se permite algunas licencias literarias comprensibles. Por otro, desarrolla un relato paralelo sobre las andanzas de algunos jóvenes isleños: un soldado de infantería y dos campesinos, que se enamoran respectivamente de una aguadora de Santa Cruz y dos muchachas laguneras. Durante aquellas dramáticas jornadas tomarán parte en los distintos enfrentamientos con el enemigo desembarcado. Otros personajes completan esta coreografía popular del 25 de Julio. Finalmente, aquellos jóvenes vivirán un drama posterior al ataque, que afectará decisivamente a sus vidas.
Hay que destacar en la obra de Villanueva las excelentes descripciones de paisajes, ambientes, personajes y sentimientos en aquellos meses que transcurren entre la declaración de guerra el verano anterior y el desenlace del ataque de Nelson. En ellos descubrimos su sensibilidad poética. Mediante hipérboles, o saltos en el tiempo, va desplegando ante nuestros ojos los distintos actos de aquella epopeya, donde el sacrificio y el heroísmo de ambos contendientes brillan con luz propia.
Desde mi adolescencia siempre me ha impresionado particularmente el relato del asalto al antiguo muelle de Santa Cruz en la madrugada del veinticinco de julio. Más de una vez acaricié aquellos viejos sillares de basalto, que mostraban el impacto de una bala de un cañón isleño, disparado esa noche. No sabía que aquella era la semilla de mi futura carrera de historiador.
La acción militar es bien conocida. Una serie de lanchas británicas logró desembarcar en la playa contigua al muelle, bajo el fuego de los cañones de San Cristóbal y San Pedro y la fusilería procedente de estas fortalezas y la Alameda de la Marina. En el instante en que la lancha de Nelson llegaba a la orilla, el contralmirante fue gravemente herido en su brazo derecho y tuvo que ser reembarcado a su buque insignia, donde se le amputó ese miembro deshecho. El valiente capitán Bowen y su grupo consiguieron tomar posesión de la batería del martillo del muelle y clavar sus siete cañones. Sólo quince soldados y milicianos, entre los que se encontraban el capitán Román y el teniente Jorba, disputaron el paso de estos asaltantes a la población, en el denominado rastrillo del muelle.
En aquel lugar, la lucha llegó a ser cuerpo a cuerpo. Allí murió valientemente el capitán Bowen. Al final el enemigo, que había sufrido muchas bajas, tuvo que rendirse. Si los británicos llegan a penetrar en santa Cruz por ese punto, las cosas quizás se hubieran torcido para los defensores.
Me informa nuestro alcalde, el señor José Manuel Bermúdez, que el ayuntamiento de Santa Cruz va a rescatar los últimos sillares del muelle de 1797, desbancados por las obras públicas que se llevan a cabo en este sector portuario, para volver a montarlos en un lugar digno –un parque o un museo-, rodeado de una lámina de agua y unos paneles que expliquen su importancia histórica. Constituye una buena noticia, tras años de desidia. Santa Cruz le debe todo a ese muelle, que no sólo le trajo el comercio y la vida, sino que aguantó el embate de los antiguos enemigos de la monarquía española, escenario de la defensa de la patria chica. Fue testigo de acontecimientos dramáticos que dos siglos más tarde se nos antojan gigantes en la lectura de “El fuego de bronce” de Villanueva.
Agustín Guimerá es historiador (CSIC)
Yo siempre he pensado que Santa Cruz se merece un Museo del Puerto, con maquetas de barcos, metipas, mapas y cualquier materrial que haba referencia al puerto y su historia. Tambien he pensado siempre que el lugar ideal seria el Castillo de San Miguel, junto al Gobierno de Canarias, y que abandonado, ha requerido unas obras de conservacion para impedir que este emblematico edificio (ya quedan pocos ) desa parezca .
Un saludo
Ana Luisa Bartletrt