Desde que por encargo del último rey de Francia Luis Felipe de Orleans, el Vizconde de Tocqueville viajara a Estados Unidos a mediados del siglo XIX para conocer la organización de la sociedad y el sistema político de la gran nación americana, la influencia de ésta en el mundo no ha hecho más que crecer. Hasta en España, cuya sociedad es la más antiamericana de todas las europeas, la influencia americana impregna sin que nos demos cuenta muchas de nuestras costumbres. Por diversos motivos, tanto la derecha como la izquierda sociológicas tienen bien arraigado en su seno un antiamericanismo más visceral que racional, lo que no impide que una y otra lo posterguen en ocasiones por razones de conveniencia; o hagan gala de ello, aunque sea en los momentos mas inoportunos. Ejemplo de ello fue nuestro ínclito Zapatero, permaneciendo sentado al paso de la bandera americana durante un desfile militar.
Meses atrás, encontrándome en Nueva York, un periódico español informaba con profusión sobre una gira por los Estados Unidos de Joaquín Sabina, que en aquellos días, se decía, actuaba en la Gran Manzana. Que un izquierdista redomado como Sabina hiciera gala sacando pecho de sus actuaciones americanas no era contradicción mayor que cuando el inefable Almodóvar, otro izquierdista de pro, se partía el culo por hacerse notar durante la entrega de unos premios Oscar en Hollywood. Quise acudir al concierto de Sabina pero fui incapaz de averiguar dónde actuaba, aún recurriendo a los buenos oficios de un funcionario amigo de nuestra representación diplomática en las Naciones Unidas. Unos días después, durante un acto en el Instituto Cervantes, supe que había tenido una única actuación ante un reducido grupo de amigos hispanos, que es como allí llaman a los hispanoamericanos, en una sala del Manhattan Center habilitada para la ocasión. Por más que lo busqué, no encontré una sola referencia de la actuación neoyorquina de nuestro paisano Sabina. O sea, que como ocurre con muchos presidentes autonómicos españoles cuando viajan por el mundo mundial, su presencia allí pasó desapercibida y bien que lo sentí; solo tuvo repercusión en alguna prensa amiga española.
La influencia americana se ha colado de rondón en nuestros hábitos políticos. Felipe González tuvo el acierto de promover los anuales debates sobre el estado de la nación, que se siguen celebrando hasta el presente. Y se ha hecho práctica habitual conceder cien días de gracia a un nuevo gobierno que se hace cargo de la administración después de unas elecciones. Uno y otra tienen su origen en prácticas tradicionales de la democracia americana.
El nuevo Gobierno de España no ha tenido esos cien días de gracia. Ni siquiera uno. Sin ir muy lejos, en un periódico local, el día después de que los nuevos ministros tomaran posesión de sus cargos, de uno de ellos se destacó que no habla inglés y de otra que había sido institutriz de los hijos del ex presidente Aznar, aunque ni una cosa ni la otra se ajustan a la verdad ni son políticamente relevantes. Se criticó que en el primer Consejo de Ministros del 23 de diciembre solo se nombraron algunos secretarios de estado y no se adoptó ningún otro acuerdo. Y se escribió que la prudencia de Rajoy no es tal sino la pachorra propia de alguien a quien durante años se ha querido hacer pasar por un indolente bon vivant, lector del Marca y fumador de puros. Menos mal que el 30 de diciembre adoptó algunas medidas, evitando así que algunos ya estén pidiendo su dimisión. De la información y opiniones vertidas en la mismísima TVE y en RNE hablaré otro día.
Fernando Fernández
Añade un comentario