“Pase y siéntese, por favor, tome el volante y arranque el motor. Sienta el suave rugir y la potencia de un motor casi perfecto, una tapicería de puro cuero y de una imagen de señorío y poder envidiable para esa inmensa mayoría que no puede, aunque sí quiere, ser lo que usted y su coche representan”.
No, no fueron exactamente así las palabras que me dirigió el vendedor, pero ahora, al recordarlas, creo que del alguna forma ese era el mensaje que trataba de transmitirme. Por un momento me sentí ridículamente importante. Pero al salir del concesionario y llegar a casa, comencé a recordar algunos acontecimientos de mi propia vida que me sirvieron de contraste para concluir que al sentarme en aquel cómodo y confortable asiento del conductor, había dado el primer paso para caer en la amplia y tupida red tejida por los vendedores de sueños posibles cuya materialización no suponen necesariamente alcanzar cotas de felicidad.
Y sin embargo, todos nosotros, los consumidores, estamos marcados por esa indeleble señal identificativa que algún día los neurólogos descubrirán en nuestros cerebros, que nos impulsa a planificar nuestra vida sobre la base de un mercado en el que la regla más relevante de convivencia es nuestra capacidad de consumo, es decir, de compra de bienes y servicios para nuestra más completa satisfacción en tanto la misma alcanza lo que socialmente se ha establecido como expresión máxima de la felicidad personal.
Pero ahora ha llegado la crisis, y una de sus manifestaciones más relevantes es que los Bancos han restringido el acceso al crédito, pero no porque esto les favorezca, sino más bien, porque son conocedores de los problemas de los prestatarios para hacer frente a sus deudas, incluidas las que han adquirido los propios Bancos. Ante la permanente incitación previa a solicitar cuanto más crédito mejor para gastar y ser felices (compre su casa, su apartamento en la playa, su coche, su televisor plano de alta definición, sus vacaciones en Bali…), resulta que ahora la felicidad se ha transformado en muchos casos en infelicidad: ejecución hipotecaria, desahucio, retirada del televisor plano, en fin, dura realidad conformada por la evidencia de que la supuesta felicidad estaba afianzada sobre pies de barro. Y claro, algunos todavía tratan de reprochar a los infelices que fueron ellos los únicos responsables en querer ser felices mediante el dinero fácil de los préstamos bancarios, pero en realidad, si lo pensamos bien, somos los consumidores los menos culpables, pues al fin y al cabo, nos han arrebatado en gran medida nuestra capacidad para seleccionar nuestras auténticas necesidades vitales y encontrar los medios más adecuados para satisfacerlas. Quizás, en la recuperación de esa capacidad perdida, radique una parte de la auténtica felicidad.
Guillermo Núñez
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