Salvador García

El litoral portuense, a grandes rasgos. Por Salvador García

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Naturaleza, riqueza, variedad, mano del hombre transformadora, infraestructuras, mar abierto, calas, bahía, acantilados…

Son casi nueve kilómetros de litoral en los que se puede apreciar lo señalado anteriormente. El Puerto de la Cruz tiene también en su línea costera señas de identidad. Desde Punta Brava a El Rincón, desde Los Realejos a La Orotava, el Atlántico baña al municipio más pequeño de Canarias. El mar ha tenido aquí, históricamente, su puerta de entrada y salida: de ideas, de comercio, de ilustración, de búsqueda de libertad, de actividad pesquera y marítima, de regocijos populares y de fervor, de sostén productivo, de aventuras, de recreo y disfrute… De tantas cosas.

En Punta Brava, justo donde El Burgado establece el límite territorial, frente a la calle Tegueste, el oleaje se sucede siempre atrayente y se ciñe en las formaciones rocosas desde las que lanzan sus anzuelos los últimos románticos de la pesca individual o donde nadan los más duchos. Superados los riscos más avanzados, aparecen Playa Chica y Playa Grande que, junto con El Charcón y San Felipe, componen Playa Jardín, la última gran obra del sin par César Manrique, la última gran inversión del Estado en la ciudad, siendo ministro de Obras Públicas Josep Borrel y alcalde Félix Real.

Una concepción sencilla: que la mar casi tocase los jardines y las plataneras. Que la orilla y la vegetación se fundieran. El Puerto, ya completado el complejo turístico ‘Costa Martiánez’, necesitaba una playa natural, una zona de baño abierta, espaciosa, bien dotada, accesible y segura. Lastimosamente, los portuenses no hemos sabido identificarnos con Playa Jardín, no la hemos hecho propia, no la hemos cuidado como ha ocurrido, por ejemplo, con Las Canteras, en Las Palmas de Gran Canaria, donde la consideran ‘joya de la corona’ y donde hay una sensibilidad ciudadana muy extendida ante cualquier cosa que allí ocurra. Playa Jardín, desde Punta Brava al castillo San Felipe, con sus arenas negras, con sus instalaciones complementarias -alguna de ellas, infrautilizada-, con sus paseos interiores y con sus áreas ajardinadas lo reúne todo para ser una zona de baño y de ocio preferida, para pasar el día entero gozando de sus encantos. Pero hace falta más esmero en su mantenimiento y mayor identificación de los portuenses. Se alumbra, aquí y ahora, la idea de constituir una asociación de amigos o similar de Playa Jardín que, cada año, por San Juan, acoge una multitudinaria concentración humana, gente de toda condición social a la que envuelve la magia y cumple con el rito iluminado de las hogueras.

Un parque a la espera

Entre el castillo y El Peñón, una franja de acantilado bajo que se ha ido tragando toneladas y toneladas de escombros. Es la antesala del dique protector de los terrenos ganados al mar para albergar un parque marítimo, el sueño de quienes sabíamos que el Lago de Martiánez sería insuficiente reclamo paraseguir captando turistas. Fue construido con recursos municipales propios en la década de los ochenta: desde entonces han faltado dinamismo, compromiso y continuidad para alumbrar un proyecto que apenas plasmó trazos e ideas después de convenir que era necesario fijar la temática (agua, por ejemplo) y desarrollar posibles contenidos de un plan director. En nuestro ejercicio de la alcaldía (1999-2003), conversamos con inversores interesados y tratamos de facilitar sus afanes. Ideas aportadas entonces: que funcionara, a ser posible, las veinticuatro horas; que acogiera un recinto de usos mútiples en el que se ubicara un auditorio, así como el casino de juego con un suplemento de ocio nocturno. Quedaron ahí y hasta es posible que algún día puedan ser recuperadas: de momento, los terrenos sirven para un aparcamiento generoso, para instalaciones provisionales de distintas entidades y para emplazar ferias y recintos aptos para recreo y espectáculos.

Siguiendo la línea de litoral iniciada en Punta Brava, llegamos al refugio pesquero, psoiblemente el rincón urbano del municipio más frecuentado. Ya está todo dicho: una menguada actividad pesquera de la reducida flota artesanal mantiene encendida la llama de su concepción originaria, rivalizando con la subacuática y recreativa. El entorno del muelle -este vocablo, muelle, es el que siempre empleamos- conserva unos singulares atractivos. Centenares de portuenses cumplen a diario con el ritual de acercarse a las inmediaciones, contemplar la mar, discernir sobre la meteorología, seguir las evoluciones de los bañistas, aguardar la llegada del penúltimo pescador con sus capturas y comprobar cómo el monumento a la mujer pescadora es objeto de innumerables poses fotográficas.

San Telmo, un escenario entrañable

Otro bajío que discurre paralelo a Plaza de Europa sigue hasta El Penitente, antiguo embarcadero, construido durante las primeras décadas del pasado siglo. El Penitente antecede a San Telmo, una exigua cala que ha cautivado desde siempre a los portuenses. “Pero el lugar favorito de la juventud del Puerto/ era, sin lugar a dudas/ el muellito de San Telmo…”, dice una estrofa de “Bellos recuerdos en mi memoria”, la canción que nadie ha interpretado como Carmelo Encinoso. Allí han jugado, enamorado, bailado, divertido, nadado, sufrido… San Telmo, antes El Boquete, ha sido, después de todo, un escenario entrañable en el que han actuado auténticos personajes populares y al que acuden, incluso en invierno, unos cuantos portuenses para gozar de su siempre atrayente oferta.

El acantilado une San Telmo con las piscinas del antiguo Lido, hoy integradas en el complejo turístico Costa Martiánez. En cierta ocasión, en los años sesenta del siglo XX, el mar se enfureció e inundó las instalaciones de una primera concesión administrativa que gestionó un empresario suizo afincado en la ciudad. Y allí, en las terrazas, se celebró la primera edición del Festival de la Canción del Atlántico. A las piscinas íbamos los chicos de aquellos años los domingos, cuando costaba un duro la entrada, aunque algunos se colaban tras nadar hasta La Cebada desde San Telmo.
Las piscinas enseñaron la vocación transformadora de una importante franja del litoral portuense. La ciudad crecía, el negocio turístico se imponia y había que fortalecer sus potencialidades para captar el turismo de masas. Martiánez era el espacio. La urbanización y las modernas avenidas se prolongaron con nuevas piscinas (Los Alisios) e instalaciones balnearias. Adiós a aquellos bajíos donde convivían, según el profesor Telesforo Bravo, siempre disconforme con todo lo que significara alterar el medio natural, especies únicas de líquenes, musgos y crustáceos. Ya no podrían los vecinos y los llegados desde La Orotava montar sus casetas, a veces perfectamente alineadas. Bienvenida a otro confort, a otras comodidades plasmadas fotográficamente cada 1 de enero, cuando se saluda al nuevo año tumbados al sol o disfrutando del agua salada. La foto se publicaba en los rotativos europeos y la promoción (gratuita) de la ciudad era inconmensurable.

El Lago, la obra cumbre

Hasta que llegó César y mandó a revolucionar. Un largo dique de protección que los jóvenes recorríamos con audacia desafiando olas y superficies deslizantes era la primera percepción de que Martiánez cambiaba completamente de fisonomía. Entonces, el concepto de parque marítimo no existía pero era evidente que aquella obra sería determinante para producirlo. Lenta pero inexorablemente, el lago iba aflorando. Y en medio de aquella imponente lámina de agua, la “esmeralda manriqueña”, el fruto de su genio pintado en una servilleta: una sala de fiestas bajo el nivel del mar. “Se llamará Andrómeda” y todos se miraron con aire incrédulo. “¿Cuántos millones?”, preguntó alguien ya con ganas de ir poniendo pegas. “Lo que sea, coño, ya se pagará”, exclamaba César entusiasmado ante los preliminares de la que habría de ser su obra cumbre.

El Lago y su isla. Las formas rocosas. La gran fuente. El gran chorro. Los árboles plantados al revés. El monumento al mar. El túnel subacuático que permitía cruzar la instalación desde la mismísima avenida de Colón. Genial, genial. Fue todo un auténtico impacto que deglutió el memorable Charco de la Coronela (frente al hotel Tenerife Playa) y también inmortalizado en los estribillos de Encinoso: “Y si querías nadar/ si bajaba la marea,/ era el único lugar:/ ¡Charco de La Coronela!”.

El Lago se convirtió en un recurso primordial de la productividad económica del municipio y Andrómeda fue uno de los últimos exponentes del Puerto esplendoroso. Cuando cerraron sus acristaladas puertas, se puso punto final a una parte brillante de la historia de la ciudad, plena de ‘glamour’, farándula, música y espectáculos. Allí trabajó Kiko Ledgard y se vivió la experiencia, ya en los años ochenta, de que la concesión fuera gestionada por una cooperativa de trabajadores. Allí se celebró el certamen de elección de ‘Miss Europa 1979’ y se sucedieron dos ediciones de las Galas OTA, patrocinadas por Club de Vacaciones. Tuvimos el honor de presentar a afamados artistas y nos pagaron con un reloj Cartier.

La majestuosidad de Martiánez

La infraestructura del complejo turístico Costa Martiánez terminaba en un espigón protector. Luego se abría una franja de mar abierto, lo que quedaba de Martiánez, la playa de festones de raso que cantara Sebastián Padrón Acosta, una suerte de superviviente que tenía una referencia en los pescadores de pulpos al despuntar el alba y en aquel dique que resistía los embates del océano y permitía identificar el Charco de la Soga, así denominado porque ataban una cuerda desde la orilla con el fin de que los bañistas, principalmente los extranjeros, tuvieran un asidero de seguridad cuando las corrientes cobraban cierta fuerza y arrastraban. La fraseología popular en un Puerto de la Cruz tan dado a los motes también registra otra curiosa denominación de esta zona, la Playa del Potaje, derivada posiblemente de la extendida creencia de los vertidos directos al mar de las residuales de los hoteles y restaurante cercanos.

Tras aquel dique maltrecho, construido paralelo a una pequeña cadena de riscos, surgía La Barranquera, donde el oleaje, los días de fuerte marejada o temporal, constituía un inigualable espectáculo naturalista. Había quien se atrevía a varar, anticipo del “surf” que, con el paso de los años, se convirtió en otra atracción para todas las edades.

La majestuosidad de las olas o de la rara quietud de La Barranquera podía contemplarse desde el desaparecido Cintra y desde aquella Santa María poblada de extranjeras y nativos ávidos de sexo fácil. La gran época del ‘ligue’. En los alrededores, junto a los ojos de la desembocadura del barranco, practicaban fútbol-playa -cuando no había turistas o bañistas a los que molestar- los últimos de Martiánez, encabezados por Jesús Hernández Martín, ‘el Maestro’.

La prolongación de los acantilados hacia Los Patos y El Bollullo, ya en La Orotava, es el tramo final de este descriptivo recorrido por el litoral portuense que tiene en la denominada Laja de la Sal una importante referencia física, no sólo por su uso originario sino por la forma de piscinas naturales que durante décadas usufructuó el hotel Semíramis.

Un litoral, pues, rico, variado, heterogéneo, con una peculiar fisonomía y con su historia que las ondas atlánticas han ido moldeando, sin derrotarlo por cierto.

sagallan@hotmail.com

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